Pilar Rahola y Francesc-Marc Álvaro han sacudido la siesta hermenéutica que parecía haber adormitado al procés despertándonos de su tedio con el tópico recurrente que imputa cierta falta de relato en el independentismo. Mientras Rahola cuestionaba la indeterminación estratégica de “pequeñas guerras puramente estéticas que no nos conducen a ninguna parte”, refiriéndose entre otros a nuestra querida alcaldesa de Berga y a sus dos fantásticos cojones, Álvaro nos ha sorprendido con un retorno al Antiguo Testamento para enmendar la táctica de los partidos catalanes posterior al 27-S, preguntándose si quizás no habría sido más eficaz haber asumido con modestia los límites del famoso 48% para luego ensanchar la base del independentismo y hacerlo más fuerte de cara a futuras experiencias electorales.

A pesar de no poder presumir de la ciencia procesóloga de mis dos colegas opinadores, diría con ciertas pretensiones de objetividad que –si de alguna cosa ha pecado el independentismo desde el año 2010– ha sido precisamente de un exceso de relato, de un empacho de retórica y finalmente, y ello también se puede aplicar a quien signa esta gacetilla, de una sobredosis de hojaderutólogos expertos en estrategia. De hecho, aquello a lo que nos referimos con una analogía literaria más bien nefasta como el procés es un fenómeno único en el mundo a partir del cual una realidad histórica inconclusa ha llegado a sumar una cantidad ingente de bibliografía prácticamente inabarcable de informes escritos por el Consell Assessor per a la Transició Nacional, ensayos sobre la independencia y biografías fastbook sobre nuestros mártires, estén vivos o muertos.

El procés ha tenido hasta ahora muchos más relatores que líderes y los procesólogos del relato se han beneficiado de una vida laboral bastante cómoda. Diría que la fatiga que experimenta hoy el electorado independentista se explica mucho más por la sensación de cansancio que uno vive cuando se enfrenta de veras a los sacrificios exigidos por la libertad que no a la angustia de no disponer de una brújula infalible. Una vez asumida la necesidad de un referéndum vinculante, el poder independentista debería vivir obsesionado en creerse su propia estrategia y hacer que una mayoría incontestable de catalanes fueran a votar el día del referéndum. El problema no es reflexionar mil veces sobre una estrategia, como si fuésemos las mujeres savias de Molière, sino culminarla sin miedo: esta debería ser la guía del independentismo y no sumirlo en la enésima paja mental sobre la cartografía existencial de la secesión.

El único relato que necesita el independentismo es recordar a menudo el mantra según el cual las cosas sólo se hacen haciéndolas. Lo contrario es adormitarse en una metafísica atractiva que no deriva en nada. Palabras, palabras, palabras.