Celebrado que el Ayuntamiento nos abaratará muy pronto el sepelio, la administración barcelonesa nos ha regalado hace poco la feliz noticia de saber que el Institut de Cultura destinará cuatrocientos mil euracos en subvenciones para la restauración de dieciocho locales de música en vivo de la ciudad. Al adecuadísimo cambio de normativa –que ya permite ampliar los espacios sonoros a establecimientos con licencia de bar, café o restaurante que presenten el suficiente aislamiento acústico– se sumará la posibilidad de hacer música en muchos locales permitiendo el descanso a sus vecinos (en este país de sordos y analfabetos sonoros la música, ya se sabe, siempre equivale al ruido) y Barcelona entrará por fin en la normalidad de muchas ciudades del mundo en las que la restauración es parte del hábitat natural de muchos músicos y en las que el fomento de la música en vivo en locales es uno de los aspectos importantes de la política cultural.

Que locales históricos de la ciudad como la Sala Razzmatazz, el Amo2Bar o el Heliogàbal puedan enriquecer la alegría docta de los ciudadanos, como así hacían, sin ser acusados de criminales ya es una noticia relevante y aplaudo que el Ayuntamiento adecue sus instalaciones y que la música viva se conciba como un aspecto básico del patrimonio ciudadano. Hay que reconocer la iniciativa de Jaume Collboni y los miembros del Icub, así como el curro previo de Jaume Asens en algo que, insisto, instaura la pura normalidad en Barcelona. Ahora sólo nos faltará un pequeño detalle: que la normalización de infraestructuras acabe enterrando la persistente tacañería de los barceloneses con sus artistas y que los programadores de música en vivo tengan la bondad de pagarles como si fueran seres humanos que comen dos o tres veces al día. Parece fácil, pero nos queda mucho por hacer.

La mayoría de los barceloneses que consideran normal pagar quince euros por un gin-tonic o cincuenta por la deconstrucción de una tortilla, contorsionan el rostro cuando les toca aflojar diez euros por un concierto que les regala placer durante más dos horas o cuando se les pide abonar un suplemento de unas cuantas moneditas para amenizar una velada en un restaurante. ¿Por qué les tenemos que pagar si se lo pasan bien tocando?, reza un adagio todavía demasiadas veces repetido. Ahora que ya tenemos el esqueleto adecuado, y visto que Catalunya es un país lleno de auditorios y equipamientos fantásticos, sólo falta llenarlos de un poco de alma. Los compañeros músicos ya ponen mucho de su parte: ahora necesitamos espectadores igualmente generosos, lo que no es cuestión de subvenciones, sino que pide habitantes que entiendan de una vez por todas que la música que disfrutan no sale de las paredes como por arte de magia.