Subo al Museu Etnològic, el primer edificio barcelonés del siglo XX que fue construido como espacio expositivo, un tiranosaurio encajonado en el Passeig de Santa Madrona que no visita ni puto dios; pero yo me precipito ahí igualmente y muy contento porque mi amigo Pujol i Cruells, Adrià, soberano del Empordanet y emperador de Begur, ha comisariado la exposición Les cares de Barcelona. Cuarto piso, arquitectura de los sesenta, desierto total. Adrià ha parido una expo que es una guía sentimental de Barcelona, que da sus primeros pasos a través de objetos más casuales, aquello que como turistas de la propia ciudad nos identifica más (el semáforo, la gorra del urbano y el taxímetro) hasta la paulatina creación de una marca Barcelona de la que todo el mundo parlotea y hace seminarios para vender la moto a los turistas rusos, pero que acaba siendo leyenda y mito de vida cuotidiana, como La Monyos.

Paseo con mi amigo y me planto ante la fotografía del Estadi Olímpic la noche de la clausura de los Juegos, iluminado con la bandera europea mientras Victòria dels Àngels despedía la llama entonando El Cant dels Ocells, ya sabéis, aquel villancico que todo el mundo canta cuando entierra a los ancianos y no cuando Jesús és nat. Somos chavales que empezaron a andar cuando la mayoría de los papis barceloneses eran federalistas y las bromas racistas de Mariscal contra los catalanes todavía le servían a uno para perfumarse de cosmopolitismo. Es la Barcelona de los fastos, que después de ver a Felipe de Borbón desfilando por la pista de atletismo se inventa el Fórum del Besòs para hacerse la cultureta y donde el Ayuntamiento tenía suficiente pasta como para promocionar Barcelona, posa’t guapa ofreciendo subvenciones para evitar el ruido con doble cristal en los hogares del Eixample.

La manta llena de gafas de sol, la miseria moral sobre la que pivota el colauismo

Pero Adrià es Adrià, y a pesar de los impedimentos que le ha puesto la gente del Icub (que como buenos socialistas son excelentes por igual tanto en el arte de la superioridad moral como en el de la prohibición) también está la ciudad canalla que escribía Samaranch, traïdor a la pàtria, delimitando la cara del antiguo fascista con un símbolo de La Caixa, la urbe de barrio que se choteaba de los dictámenes arquitectónicos del matrimonio Bohigas & Galí y de la tartamudez mental del pobre Joan Clos, Ciutat Morta. "La cara que tenía Collboni el día de la inauguración era un poema", dice Adrià, Pujolicruells, mientras admiramos los suvenirs turísticos con los que se identifica la catalanidad en todo el mundo: un atuendo de rociera y una bufanda del Real Madrid. Aquí está toda la marca Barcelona, también un carro de deshechos metálicos para que el emigrante tenga un poco de pasta y la manta llena de gafas de sol; la miseria moral sobre la que pivota el colauismo. 

Ahora tenemos casi cuarenta años y todavía gritamos con nostalgia Barcelona, posa’t guarra. Hemos paseado una hora por el Etnològic y no hemos visto ni una alma visitando el museo. Nuestra Barcelona, la naivedad de la juventud, ya está a punto de expirar como este rincón de la ciudad, donde la gente sólo pasa para preguntar donde coño está la Fundació Miró. Y nada más.