Hace muchos años, Vicent Olmos y yo, amigos y colegas en la tarea de sacar adelante la Editorial Afers, confeccionamos un libro, lo que los anglosajones denominan reader, para presentar en catalán las preocupaciones historiográficas de Frank Ankersmit, Philip Benedict, Roger Chartier, Natalie Z. Davis, Carlo Ginzburg, Georg G. Iggers, Giovanni Levi, Hans Medick, Edward Muero, Carlo Poni y Richard T. Vann. En Les raons del passat. Tendències historiogràfiques actuals, Olmos y un servidor escribieron una larga introducción para dibujar la evolución de la historiografía francesa, británica, norteamericana, alemana e italiana desde la irrupción de las tendencias críticas de la historiografía del siglo XX, fastidiadas por el marxismo, y que buscaban cobijo bajo las propuestas posmodernas. En la historiografía catalana, condicionada por la dictadura de las traducciones impuestas por Josep Fontana en Crítica, un libro como ese no tenía precedentes. Más bien fue mal visto, porque los posmodernos eran, historiográficamente hablando, posmarxistas y estaban tan mal considerados como la Nouvelle Histoire francesa. Y, claro está, quien se atrevía a darles voz sin pasar por el control de los mandarines universitarios estaba jodido.

La única reseña que recuerdo de este libro la publicó en La Vanguardia José Enrique Ruiz-Domènec, otra apestado de la historiografía de este país, quien siempre ha actuado como le ha venido en gana en un entorno historiográfico peor que el mío, que ya es decir. Ruiz-Domènec ha escrito libros que se pueden leer. Para empezar porque están muy bien escritos, cosa que no acostumbra a pasar con la mayoría de historiadores catalanes, que no saben escribir y nunca han tenido la gracia que tenían, por ejemplo, Jaume Vicens Vives o Ferran Soldevila, el mejor de todos. Ustedes lean Rostros de la Historia o La identitat de Guilhem de Peitieu y estoy seguro de que me darán la razón. Y aun así, en la historiografía catalana se ha producido una de las mayores rarezas de todas las imaginables: los que han copado cátedras, institutos, becas y todo tipo de privilegios se consideran maltratados por el poder universitario. Esta es una de las posverdades, para denominar como se hace ahora lo que sencillamente significa mentira, más extendidas. Hagan el censo de cátedras, investigadores ICREA y departamentos en manos de los presuntos damnificados y también me darán la razón. Otro de los efectos del pujolismo también fue este: regalar a los comunistas y a sus adláteres la universidad.

Puesto que esto fue así, gente como Jordi Amat, a quien conocí en las comidas que organizaba Antoni Vives en la sede de la rambla de Catalunya de la Fundación Ramon Trias Fargas, no pudo entrar en la universidad. Esta circunstancia ha provocado que algunos jóvenes investigadores de entonces, que ahora ya no son tan jóvenes, se rebotaran. Este es el caso de Joaquim Coll, el cabecilla de SCC antes próximo a ERC, quien escribió una tesis sobre Narcís Verdaguer i Callís, uno de los líderes de la Liga Regionalista y primo de Mossèn Cinto, bajo la dirección de Jordi Casassas, con una mirada que no tiene nada que ver con los postulados políticos que defiende hoy en día. La frustración a menudo es más estimulante que resistir las contratiempos por mucho que pesen. Amat, en cambio, que no es historiador, se refugió bajo el ala del catedrático Jordi Gracia, del departamento de Filología Hispánica, y no consiguió el título de doctor hasta enero del 2016, con la tesis La semilla del liberalismo. Política y literatura en torno a la actividad española del Congreso por la Libertad de la Cultura (1958-1969), que es una especie de patchwork hecho de retales de sus múltiples libros anteriores, pero con faltas de ortografía y tipográficas, con el añadido de una aproximación desdibujada a Julián Gorkin, el antiguo dirigente del POUM, cuyo antiestalinismo le condujo a colaborar con los norteamericanos contra la URSS. Entrar en la universidad cuesta, pero si no cumples los requisitos, es casi imposible. Amat forma parte de una generación de gente que tiene buenos conocimientos pero que está excesivamente ideologizada. Debe de ser por eso que le está costando tanto escribir la biografía de Josep Benet que le fue encargada, creo, por Xavier Folch algunos años atrás. Benet no encaja en la historia de blancos y negros a la que es tan aficionado Amat y que también le impide presentarnos correctamente quién era y qué representaba Gorkin entre todos los marxistas que dejaron de serlo después de la experiencia de la Guerra Civil.

Amat forma parte de una generación de gente que tiene buenos conocimientos pero que está excesivamente ideologizada

Este fin de semana, Jordi Amat ha publicado un extenso comentario, porque no es ni reseña ni siquiera una crítica, sobre el último libro de Joan-Lluís Marfany, dedicado otra vez a la Renaixença. Y empieza el comentario con un evocación, al estilo posmoderno, que consiste en dar verosimilitud vivida a lo que alguien le ha contado sobre una reunión científica que tuvo lugar en París en 1995, convocada por la catalanófila Marie-Claire Zimmermann para homenajear a Antoni Badia i Margarit.  Según Amat, que asegura que habría pagado dinero para contemplar la escena, y no me extraña porque entonces él tenía 17 años y todavía estaba por destetar, condené a galeras al pobre Marfany en mi ponencia “Nació i Estat. Problemes d'interpretació sobre la relació del catalanisme amb el nacionalisme espanyol”: “Era durante la sesión de tarde de un coloquio que se celebraba en la Sorbona y que congregaba, básicamente, a historiadores catalanes y catalanófilos franceses. La cosa fue así. Agustí Colomines vino a decir que había un par de profesores marxistas que trabajaban con el afán de sabotear los cimientos del país. Cata­lunya, claro. Los identificó: ­Joan-Lluís Marfany y Josep Maria Fradera. Para que la cosa no subiera de tono, Pere Gabriel puso el brazo sobre el de Fradera, que estaba en la sala y se sentaba a su lado, para evitar que este pidiera el turno de palabra y replicara. No pasó de ahí, ciertamente, pero la anécdota es significativa”. Amat actúa como los posmodernos, quienes llegaron al extremo de defender que la historia no existe y que sólo es una recreación mental del historiador. Lo que no vivió, Amat se lo inventa con una literatura bucólica, muy propia de su talante romántico y naturalista.

De hecho, Amat, que necesita identificarme con mi actual posición como director de la Escuela de Administración Pública de Catalunya para que le cuadre su interpretación, lo que es totalmente irrelevante para definirme historiográficamente, asegura que hace un año y pico, en uno de mis frecuentes artículos en la prensa digital, despachaba a Marfany y a Fradera “otra vez con la misma canción para asustar a la chiquillería”: ambos serían “los “principales exponentes de la historiografía vinculada al PSUC y a Josep Fontana”. Amat, que es uno de los abanderados de la llamada tercera vía y por eso lo promociona la prensa que defiende este tipo de falsa equidistancia entre “malvados”, cita mal y distorsiona mi artículo, que publiqué el 4 de septiembre del 2015, con el título El renacer del populismo, para rebatir un artículo de Xavier Domènech, el “cerebro” de Colau, en el que se mostraba favorable a reinterpretar melifluamente el lerrouxismo: “Según Domènech, Lerroux y Solé Tura habrían sido deformados por la “historiografía nacionalista” para convertirlos en “mitos útiles” del catalanismo. Antes de que él afirmase algo así, eso mismo lo dijeron Joan-Lluís Marfany y Josep Maria Fradera, principales exponentes de la historiografía vinculada al PSUC y a Josep Fontana, antes de que éste descubriese con su reciente libro lo que Termes debió contarle a lo largo de los años de amistad sin que le prestase demasiada atención”. Citar mal es el peor pecado que puede cometer un historiador. Pero, como ya he dicho, Amat no es historiador y por eso se puede permitir ese lujo. Josep Benet tampoco era historiador y no obstante fue el primero a cargar contra Solé Tura por su interpretación ahistórica de Enric Prat de la Riba. Lo hizo desde las páginas de Serra d’Or, aquella especie de Parlamento de papel de la oposición que “hizo más por el catalanismo que Destino”, para cambiar una de las barbaridades apuntadas por Amat en una de las entrevistas de promoción de su libro “tercerista” El largo proceso. Cultura y política en la Cataluña contemporánea: 1937-2014. Domènech, que es mejor parlamentario que historiador, tendría que leer a Joan B. Culla o a José Álvarez Junco antes de ser tan benévolo con Lerroux y así ayudaría a Amat a librarse de sus obsesiones.

A diferencia del estilo fantasioso de Amat, servidor, que no ha coincidido jamás con Marfany en ninguna parte, se tomó la molestia de comprar su nuevo libro —y leerlo— y de asistir a una conferencia que el profesor jubilado de Liverpool y ahora investigador ICREA en Girona (¡como me gustan los damnificados que siempre caen de pie!) en el TNC. Éramos pocos para escucharle y expuso su teoría sobre la inexistente Renaixença con un montón de ejemplos que, una vez oídos, por lo menos a mí me quedó la sensación de que demostraban lo contrario a lo que quería defender. Antes de que Marfany nos martirizara con sus libros, de redacción barroca y pésima, lo que él explica como una gran novedad ya lo explicó en 1967 Àngel Carmona en Dues Catalunyes. Jocfloralescos i xarons (ahora reeditado por Lleonard Muntaner), un infravalorado intelectual catalán que nunca fue profesor en la universidad, que ya se cargó la interpretación, digamos, montserratina de la historia de Cataluña para demostrar la fuerza creadora de las masas populares sin que tuvieran que renunciar al catalán.

Josep Termes, a quien Albert Manent (por cierto, mentor de Amat) calificaba de extravagante, como a mí, supongo porque éramos gente que salíamos de la izquierda para defender el catalanismo popular frente a la tesis oficial marxista según la cual el catalanismo era cosa de la burguesía, fue el único profesor que me habló de Carmona, quien también salía de los ambientes del PSUC. Si Amat fuera historiador sabría que Àngel Carmona y Josep Termes son equiparables a Edward P. Thompson, pero sin la carga dogmática que arrastraba el británico, por su inmersión en aquello que se denomina “economía moral de la multitud”, que no es otra cosa que la reconstrucción cultural y simbólica de la resistencia popular a los cambios impuestos por el mercado y el estado. Amat despacha lo que es el catalanismo popular en un paréntesis tan pretencioso como simplista (“un equívoco historiográfico poco clarificador, a mi entender, con copyright de Josep Termes”), porque precisamente no lo entiende (él que sólo saborea la cultura de élite) y porque quiere hacer una defensa política de las tesis de Marfany con un sesgo presentista que no tiene sentido.

Amat pone calificativos, como por ejemplo “historiografía nacionalista” para designar a quien no se reconoce en esa orientación para menospreciar una tradición historiográfica que no le place. Yo, por no decirlo por boca de otros, no me considero nacionalista. Estudio el nacionalismo y, cívicamente, estoy comprometido con la constitución de un Estado catalán, pero eso no me convierte en un “historiador nacionalista”. De hecho, me repugna, como en su día también me repugnó un libelo (atribuido al mentor de Amat) que se difundió contra Enric Ucelay Da Cal y Borja de Riquer, y que ya en junio del 2013 sirvió a Amat para asegurar que “se construyó a partir de un principio ontológico servil: los historiadores no podían cuestionar el relato homogéneo sobre el cual el nacionalismo había construido la médula de su cultura política”. Supongo que Amat ahora no sabe qué hacer con Borja de Riquer, decantado públicamente por el soberanismo, y con la metafórica muerte de Cobi.

Marfany fue alumno de Joaquim Molas, pero su trayectoria intelectual es totalmente opuesta al “canon” impuesto por el catedrático de la UB, que lo empezó a diseñar bajo la tutela de Jordi Rubió i Balaguer, de la familia de los Rubió renacentistas. Joaquim Molas, Josep Termes, Albert Balcells o Jordi Nadal, por citar cuatro nombres, fueron los definidores de la historia de la Catalunya contemporánea desde un punto de vista cultural, historiográfico y económico, lo que está muy por encima de las banalidades que explica Amat en su artículo. La historiografía catalana no es resultado de una conspiración “nacionalista”. ¿Es que Jaume Vicens Vives era nacionalista? ¿Lo era Pierre Vilar? ¿Y este Fontana que escribe sobre la identidad catalana también ha sido abducido por el nacionalismo historiográfico? La supuesta polémica se acabará como es costumbre, con unos profesores que dirán que son unos marginados mientras extienden la mano y disfrutan de los privilegios que les ofrece la universidad que tienen bajo su control.

En fin, podría seguir... pero me da un poco de pereza.