El aeropuerto de El Prat es un muy buen negocio para Aena, no cabe duda. En los últimos años, el aeropuerto de Barcelona ha sido de los más dinámicos del sur de Europa y lo volverá a ser este invierno, cuando se implementarán 28 nuevas rutas, y también se ha programado poner a la venta más de 20 millones de asientos y se realizarán más de 108.000 operaciones, con un incremento respecto a hace doce meses superior al 10%. Barcelona sigue siendo un filón como destino turístico o de negocios y la marca sigue cotizando al alza pese a algunos destrozos innecesarios que se observan a diario.

De esta imagen de ciudad con fundamentos de crecimiento muy sólidos dan buena fe inversiones importantes que se están produciendo semanalmente, y voy a citar tres muy recientes: la compañía norteamericana Tesla, especializada en coches eléctricos, escogió recientemente Barcelona como sede social de su filial en España; Wolkswagen ha decidido instalar un gran centro de datos también en Barcelona, y Amazon ha estrenado su centro logístico de entrega en una hora. Un último dato positivo, en este caso catalán: Catalunya ha captado el 71% de la inversión internacional de capital-riesgo que llegó en España en el 2015.

Pero volvamos al aeropuerto. Hace diez años, instituciones catalanas, agentes económicos y escuelas de negocios lanzaron un órdago para hacer de Barcelona un hub aeroportuario. Los errores que se cometieron y la estrategia de Aena presionando para que no fuera así, cercioró el camino que se iba a recorrer. Mientras el negocio del aeropuerto de El Prat sirva para equilibrar otros aeropuertos españoles infrautilizados, su potencia quedará reducida. Y eso es algo que Catalunya no puede permitirse en un mundo cada vez más global y en el que las buenas comunicaciones aéreas son cada vez más imprescindibles.