Podemos celebrarlo. Podemos hacer ver que es un paso adelante, un punto de inflexión, un gesto de confianza hacia Catalunya y su capital. Podemos enumerar cifras cargadas de ceros, reiterar discursos y llenar las portadas de todos los medios con promesas de interconexión global. Podemos proclamar que el aeropuerto del Prat se convertirá, finalmente, en un hub intercontinental. Que con una inversión de más de 3.000 millones de euros, Catalunya se proyectará al mundo. Pero detrás de ese relato de ambición y modernidad se esconde una pregunta incómoda: ¿de qué sirve crecer si no nos podemos gobernar?

Ampliar el aeropuerto no es, por sí solo, una mala decisión. Todo lo contrario, es una necesidad. Barcelona no puede seguir compitiendo en desventaja estructural. La capital catalana necesita un aeropuerto de referencia, con capacidad real de conectarse al mundo sin tener que hacer escala en Madrid. Y aquí es donde reside el problema: mientras los vuelos de larga distancia se concentran en Barajas, Catalunya se convierte en periférica por diseño. No es una cuestión técnica, es una cuestión de modelo. Y, como casi siempre, ese modelo ni lo hemos escogido nosotros ni se nos permite opinar. Tan solo claudicar y aplaudir la ejecución de alguna de las muchas promesas incumplidas.

Barcelona tiene la ambición, la masa crítica y la proyección internacional necesarias para ser una plataforma global de conexiones. Pero no tiene las palancas. Puede construir terminales, pero no puede determinar rutas. Puede ofrecer infraestructuras, pero no decide ni tasas, ni permisos, ni estrategias comerciales. El aeropuerto del Prat sigue siendo una infraestructura esencial en manos ajenas. Y eso, más allá de la frustración política, tiene consecuencias económicas tangibles: pérdida de atracción, menos inversión extranjera, menos turismo de calidad, menos peso en el mapa global.

Ampliar el aeropuerto es una necesidad. Barcelona no puede seguir compitiendo en desventaja estructural

La diferencia con otros países es flagrante. Los grandes aeropuertos europeos —Schiphol en Ámsterdam, Frankfurt, Múnich o Zúrich— son gestionados desde el territorio, o desde agencias estatales que responden a intereses nacionales concretos. Holanda defiende la estrategia logística de Schiphol pensando en los intereses de Holanda. Frankfurt actúa como un nodo clave dentro de la economía alemana, porque Alemania ha decidido que así debe ser. Incluso Suiza, con un aeropuerto como Zúrich, dispone de un sistema de gobernanza que le permite defender su peso geoestratégico. En Catalunya, en cambio, el debate no es si queremos crecer, sino si se nos permite.

El debate ambiental, que ha sido el argumento recurrente para oponerse a la ampliación, también merece una mirada seria y adulta. Es evidente que hay que proteger la biodiversidad. Dicho esto, es imprescindible condicionar espacios compensatorios, como ya se hace en muchos proyectos europeos. Pero también hay que poner las cosas en contexto: el medio ambiente del mundo, de Europa y de Catalunya depende muy poco de la Ricarda y del Remolar. La verdadera lucha climática pasa por la descarbonización de la movilidad, por la fiscalidad verde, por la planificación urbanística y por las energías limpias. Paralizar el progreso de un país para preservar un espacio local, sin ofrecer ninguna alternativa estratégica, es una rendición sin contrapartida.

Y, sin embargo, aquí estamos. Con un proyecto que puede dar alas a Catalunya, pero sin que Catalunya pueda decidir hacia dónde quiere volar. Con un aeropuerto que se amplía, pero con una soberanía que no se mueve. Con una Generalitat que gestiona el impacto local, pero no participa en las decisiones globales. Con una obra de país... sin poder de país.

El aeropuerto del Prat sigue siendo una infraestructura esencial en manos ajenas. Y eso tiene consecuencias económicas tangibles

Este no es un caso aislado. Exactamente lo mismo sucede con Rodalies, y con el Corredor Mediterráneo, y con la gestión de los puertos. Y con cada una de las infraestructuras que definen cómo circula la riqueza. Catalunya construye, Catalunya paga, Catalunya asume los costes. Pero los mandos permanecen en Madrid. Y el relato institucional, hábil y bien envuelto, consigue hacer pasar ese desequilibrio por normalidad.

Es la gran mentira del sistema autonómico: podemos crecer, sí, pero solo mientras no cuestionemos quién manda. Podemos ampliar, pero no decidir. Podemos trabajar, pero no condicionar. Es una arquitectura pensada para que el centro controle la periferia mientras le reconoce —de vez en cuando— cierto aire de protagonismo. Pero no el guion.

Y entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Conformarnos con cortar cintas? ¿Esperar a que algún ministro nos cite en rueda de prensa para anunciarnos lo que harán con nuestro territorio? ¿Fingir que esto es diálogo mientras nos limitan las opciones una tras otra?

Es la gran mentira del sistema autonómico: podemos crecer, sí, pero solo mientras no cuestionemos quién manda

Quizás ya es hora de dejar de fingir. Quizás ya toca admitir que ningún país puede prosperar plenamente si no puede gobernar sus propias infraestructuras. Que ninguna nación con ambición global puede permitir que sus conexiones al mundo sean decididas desde un despacho a cientos de kilómetros. Y que, en definitiva, la ampliación de un aeropuerto puede ser necesaria, pero nunca será suficiente si no se hace desde el poder y con poder.

Porque crecer no es solo construir y ampliar diámetro. Es tener la libertad de decidir el dónde, el cuándo y el cómo de nuestra ruta.

Catalunya se llenará de cemento, cortará alguna cinta y aplaudirá los primeros aviones que despeguen. Y, como siempre, desde Madrid nos dictarán el vuelo, la ruta y el mando.