Esta semana hemos sabido que, mientras que en el resto de Europa les toca lidiar con una inflación de doble dígito, aquí, en España, no tenemos tal problema y vamos descendiendo, de mes en mes, peldaño a peldaño, hacia una inflación cercana al 5%. Vamos, como debe ser.

Luego, cuando rascas un poco más, comprendes que el motivo de tal diferencia es el método de cálculo. En España, a la hora de calcular el IPC de la energía, se tiene en cuenta solo el mercado regulado, el cual recibe, a diario, las variaciones de las subastas del mercado mayorista. Seguramente, nuestra inflación no es del 6,8%, pero tampoco era del 10% cuando el resto de Europa se llevaba las manos a la cabeza con nuestro doble dígito.

Explico todo esto porque, ahora que llega el mes de diciembre, y se acaba el año fiscal para muchas de las empresas, arranca el período favorito de los trileros de la información económica. Ejemplos varios: “Si pongo este gasto en 2023, daré más beneficio en 2022”. “Si provisiono ciertos gastos que sé que voy a tener, lograré reducir el beneficio de este año, cosa que, con lo bien que vamos, me conviene”. “Si adelanto este pedido de 2023 a diciembre del presente ejercicio, me aseguro el bonus de todo el equipo”.

Como en el caso de la inflación, la forma de cálculo de los indicadores económicos o empresariales es un asunto que daría para un libro entero. Tenía un profesor de estadística que decía: “Todo dato convenientemente torturado conduce al resultado deseado”.

Y esto me lleva al tema del autoengaño, que es uno de mis temas favoritos en competencias directivas. Autoengañarse no es un deporte nacional. Es un deporte universal. Más que nada porque es humano. Nos autoengañamos para sobrevivir, para ser felices, para no perder la esperanza, para ganar tiempo o para mostrar a los demás que no somos un desastre y hemos hecho razonablemente bien las cosas. En el mundo económico, financiero y empresarial la herramienta principal de autoengaño se llama hoja de cálculo y se plasma en fórmulas que, a su vez, emanan de criterios que, a su vez, nacen de las intenciones ocultas, las cuales, al mismo tiempo, son hijas del objetivo económico que nos han encasquetado y en su día, craso error, hicimos nuestro.

Autoengañarse es necesario. Es algo que necesitamos hacer para que la vida no sea insoportable. ¿Por qué incorporo al elenco de competencias profesionales algo aparentemente deleznable? Pues porque el veneno está en la dosis. Los buenos profesionales son aquellos que (1) saben que se autoengañan; (2) saben por qué lo hacen; (3) saben ocultarlo; y, lo más importante, (4) se autoengañan en la dosis justa. Ni más ni menos.

Ese es el buen profesional. El que no se pasa de la raya engañándose a sí mismo con el Excel. A mí me encanta autoengañarme. Y, cuando lo hago, nunca dejo de preguntarme si me he pasado o si el autoengaño ha sido legítimo. Normalmente, me autoengaño bastante bien porque cuando me he autoengañado más de la cuenta (me sucede pocas veces) me siento mal y me digo a mí mismo: “No me di cuenta”.

Yo conozco a inversores que, a menudo, entran en una oficina bancaria o se reúnen con su asesor financiero y solo les falta decir: “Hola, vengo a que me engañen”. Este tipo de clientes son los mejores, porque cuando invierten en porquería, lo tienen clarísimo y cuando abroncan al asesor tras la debacle bursátil, ambos saben que ambos sabían, lo que no libra de la bronca al asesor, pero le permite dormir bien.

Yo creo que Nadia Calviño duerme mejor con la inflación del 6,8%, aunque sabe que la realidad es otra. Se autoengaña lo justo y nos engaña a todos con un Excel que no es suyo, que ha sufrido varias armonizaciones y que depende de un mercado eléctrico ibérico excepcional (por aquello de la excepción).

La verdad, yo no sé si el IPC es realmente más elevado. Lo que sé es que el tiempo pone a todo el mundo en su sitio: a la hoja de cálculo, al resultado de explotación, al bonus, al IPC y al autoengaño, que halla en el tiempo a su principal enemigo.

La contrapartida del autoengaño se llama realidad. Y la realidad siempre, indefectiblemente siempre, sale a la luz. Porque toda realidad solo necesita eso: tiempo.