El periodismo, dice Manu Marlaska, no es la anécdota del barro en las botas ni el selfie de guerra a tres calles del frente. Es ir, mirar, escuchar y contar. Lo demás —el ruido, el minuto de gloria, la carrera de 100 metros— es distracción. “Esto es un maratón larguísimo o un ultra”, resume. Lo dice alguien que lleva 38 años en sucesos y que, después de la entrevista, se va “a una brigada a seguir trabajando las fuentes”.
La conversación con Daniel Fopiani en el podcast con acento sirve para ajustar el foco: no somos el centro. “El problema empezó el día que un periodista giró el foco hacia sí mismo”, recuerda. El oficio, tal y como lo entiende Marlaska, consiste en llevar la luz a los demás: a las víctimas, a los policías que investigan, a los jueces que se equivocan menos de lo que se dice y a una realidad que no cabe en X ni en un titular con gancho. “Google no es periodismo. Las redes sociales no son periodismo. Estar detrás de una pantalla no es periodismo".

Las fuentes no son munición
En sucesos, explica, la materia prima es volátil. Un policía, un guardia civil, un fiscal “se juegan mucho”. Traicionarlos por una exclusiva es pan para hoy y hambre para siempre: “En este periodismo uno tiene una bala nada más. Si se la juegas a una fuente, ya nunca más será tu fuente.” Llama a eso “periodismo de tierra quemada”: quemas a uno, te aplauden un rato, y te quedas sin nadie que te coja el teléfono.
El maratón exige lealtad sostenida, discreción y oficio. También saber decir “no” hacia arriba cuando toca. Ha tenido jefes responsables y “verdaderos desalmados”. La regla, en su casa actual, es nítida: la víctima en el centro y nada de revictimizar “por un minuto de gloria”.
Marlaska no disimula su desprecio por ese “gran muladar” donde un borracho vale lo mismo que un catedrático. El periodismo, insiste, se hace en la calle: oler el sitio, oír cómo habla la gente, mirar de frente al procesado y a quien espera a declarar. Pone un ejemplo de manual: durante el ‘procés’ circuló un vídeo de detenidos metidos en un local. Un concejal lo vendió como prueba de policías infiltrados provocando disturbios. Bastó una llamada para saber que eran agentes de paisano protegiendo a detenidos con material incendiario, evitando un follón peor. Eso es contexto; eso es trabajo.
Estado de derecho y autoridad
No esconde su posición: “Voy a ser hasta mi último aliento un firme defensor del Estado de derecho.” Cita el caso Urdangarin —investigado, juzgado, condenado y a prisión— como recordatorio de que el dique funciona cuando se le deja. La erosión de la autoridad, añade, no es patrimonio policial: si al profesor ya no se le respeta, el resto de la cadena se afloja. Y cuando cualquiera graba con el móvil y decide el relato desde su sofá, el resultado es una fiscalización “perversa” sin contexto.
El material con el que trabaja es delicado: reputaciones, dolores que pesan, víctimas menores. Lo aprendió en operaciones como Candy —que contó en Cazaré al monstruo por ti—, donde la investigación se sostuvo en detalles humildes: dibujos de niñas, verrugas descritas, una bolsa de gimnasio. También en tragedias que dejan cicatrices: el 11M, los atentados de ETA, el caso Julen. A veces te derrumbas, dice; luego sigues. “Para eso te pagan.”

Oficio y herencia
Hijo y nieto de periodistas, criado entre linotipias y redacciones de fin de semana, Marlaska se hizo reportero para “ir a los sitios donde pasan cosas y contarlo”. No vino a cambiar el mundo. Vino a contarlo bien. Con el tiempo, el maratón incluye formar a otros: reporteros que hoy ve “con orgullo de padre”. A los que empiezan les da un consejo impopular (“que estudien otra cosa”), y, si insisten, un mandato sencillo: sal a la calle. En tu barrio hay historias. No las vas a encontrar en el buscador.
La humildad no es pose, es herramienta. Sirve para aprender y para no convertirse en imbécil. Sirve, sobre todo, para recordar lo esencial cuando el oficio se desordena: el periodista es el menos importante de la escena. El foco no va con nosotros. Nosotros lo llevamos. Y si hace falta, lo cargamos durante 42 kilómetros. O durante 38 años.