La historia de Karlos Arguiñano esconde un pasado que muy pocos conocen y que él mismo ha decidido revelar con total sinceridad. Hoy vive agradecido a la televisión, a su trayectoria y a la estabilidad que ha conseguido con los años, pero hubo un momento crítico —a finales de los años 80— en el que su vida estuvo a punto de derrumbarse por completo. Lo confesó en, en su momento, en una entrevista en Liarda Pardo, de LaSexta, una charla de la que también se ha hecho eco la revista Lecturas. Y sus palabras no dejan indiferente a nadie.
El cocinero aseguró que su restaurante no pasaba precisamente por su mejor etapa. “Tenía un pufo terrible en el restaurante, no sabía si me lo iban a quitar”, explicó. Fue una época marcada por la incertidumbre, el miedo y la preocupación constante. Sentía que la situación podía descontrolarse en cualquier momento, que la ruina estaba cada vez más cerca y que no tenía margen para fallar. Y aun así acertando, el riesgo seguía ahí.
La gran deuda que casi lo destroza
Ante ese panorama, Arguiñano tomó una decisión drástica. Prefirió concentrar todo el problema en una sola deuda, enorme y arriesgada, pero más manejable que las decenas de pagos pendientes que lo estaban ahogando. El chef debía 30 millones de pesetas —unos 180.000 euros— a uno de sus proveedores más importantes, “un pescadero de San Sebastián”, según relató. Para la época, aquella cifra era descomunal. “Con eso entonces te comprabas cuatro pisos”, recordó entre risas, aunque en aquel momento no tenía nada de gracioso.

Su mayor temor no era perder el restaurante. Era algo mucho más profundo: que su hija sufriera las consecuencias de aquella ruina económica. No quería que los errores de un padre acabase pagando una niña. Con ese miedo en el cuerpo, decidió recurrir a un amigo muy especial: Juan Mari Arzak.
Arzak, el amigo que lo salvó del abismo
“De los cocineros que yo conocía, era el que más dinero tenía”, confesó Arguiñano. Por eso le pidió que fuera el padrino de su hija Amaia, pero no solo por cariño: “Si algún día necesita un capote, y yo no puedo, le eches una mano”. Arzak aceptó sin dudarlo, demostrando la clase de amistad que puede salvar a alguien cuando está al borde del precipicio.
Y es que los grandes chefs también conocen la ruina. Dani García, por ejemplo, estuvo en una situación similar. Tener un restaurante de prestigio no garantiza éxito económico. Ni estabilidad. Ni futuro.
Arguiñano lo dejó claro: “Si no me llega a salir lo de la tele, no hubiese tenido ni la escuela, ni la bodega, ni el equipo de motos, ni nada de nada”. Hoy sus empresas superan los 5 millones de euros anuales. Pero jamás olvida aquel pufo que casi le cambia la vida para siempre.