Hablar de Joaquín Sabina es recorrer un camino lleno de música, excesos, amores imposibles y una honestidad brutal. Pero antes del mito, antes del poeta, estuvo el niño que creció en un hogar que parecía estricto. Un hogar marcado por una figura poderosa. Un padre. Un inspector de policía. Jerónimo Martínez. “Mi padre era el inspector de policía Jerónimo Martínez”, recordaría el músico muchos años después, consciente de que esa frase resume buena parte de su infancia.
Sus primeros años se desarrollaron en un ambiente que él mismo ha descrito como disciplinado. Su madre, Adela Sabina del Campo, ama de casa. Él, educado por monjas Carmelitas. Rezos y cuadernos. Una vida aparentemente rígida. Pero incluso entonces, algo hervía por dentro. Una pulsión. Un hambre de historias. Y, sobre todo, una rebeldía silenciosa. Un chico que miraba más allá del barrio y empezaba a escribir versos en los márgenes de sus cuadernos.
Joaquín Sabina ya subía a los escenarios con 14 años
Pronto apareció la música. Su primera fuga emocional. Con 14 años, formó una banda de rock. Los Merry Youngs. Tocaban a Elvis, Chuck Berry y Little Richard. Ese adolescente que hoy asociamos a un bombín, una voz ronca y noches infinitas, comenzó imitando a los grandes del rock estadounidense. Era su primer paso hacia la libertad. Su primer acto de desafío.
Y, como en sus canciones, llegó el amor. Su primer amor. Chispa. Hija del notario de Úbeda. Un flechazo imposible. Un romance que despertó la ira del padre de la joven. La familia la envió lejos. A Granollers. Pero Sabina no se rindió. Se fugó de casa. Acampó en unas tierras cercanas. Luego escaparon juntos. Y vivieron días mágicos en el Valle de Arán. Era el Sabina más puro. El que no aceptaba cadenas.
Joaquín Sabina llegó a ser detenido por su padre
La relación con su padre siempre fue compleja. De respeto, sí. Pero también de tensión. Tanto que el propio Jerónimo lo llegó a detener. Lo llevó a Granada. Lo interrogó por relacionarse con grupos de izquierda. Sabina lo contó sin rencor. Incluso con cariño. “Lo pasó muy mal”, dijo sobre su padre. Y agradeció cómo actuó aquel día. Ahí entendió que la relación entre ambos era más profunda que cualquier conflicto político.
Pero la rebeldía de Sabina no tenía freno. Lanzó un cóctel mólotov contra un banco en Granada. Huyó con un pasaporte falso. Viajó a París. Después, a Londres. Allí vivió como okupa. Cantó en pubs. Una noche, incluso para George Harrison. El beatle le dejó una propina que aún conserva. Sabina también actuó para Elizabeth Taylor y Richard Chamberlain. Pero Londres fue otra cosa. Fue libertad. Fue supervivencia.
No todo fueron encuentros felices. Se habló de un desencuentro con Bob Dylan por una parodia que Sabina hacía en La Mandrágora. Nunca se confirmó. Él siguió cantándola. Pero jamás la grabó. Misterios del ego artístico.
Y como en todo buen relato sabinero, hay anécdotas increíbles. Como aquella en Argentina, cuando un coche se emparejó al suyo. Un fan sacó un bebé por la ventanilla y le dijo que se llamaba Joaquín. En el siguiente semáforo sacó otro. Una niña. Sabina. Y desapareció en la noche. Historias que parecen inventadas. Pero con Sabina, todo lo improbable suele ser verdad.
