Primero se convocaron unas elecciones, a las que se llamó “plebiscitarias”. No funcionó. Chocaron con el concepto, porque una elección parlamentaria no tiene nada que ver con un plebiscito, y con la realidad, porque el resultado no dio de sí para conseguir lo que se buscaba. De ahí salió que los independentistas tenían fuerza sobrada para gobernar, pero no para provocar la secesión.

A continuación, se recurrió a un referéndum disfrazado de consulta. Tampoco resultó. Falló el concepto, porque una consulta solo puede ser efectiva cuando la reconocen y admiten los consultados, y no fue el caso.  

No es tan solo un problema de participación. En unas elecciones o en un referéndum regular, incluso los que ejercen el derecho de abstenerse aceptan la legitimidad de la votación y quedan vinculados por ella. Pero ¿qué sucede cuando la mitad o más de los teóricamente consultados repelen el propio hecho de la consulta? Que cualquiera que sea su resultado, es un acto fallido.

Además, falló también la realidad, porque de los 5,4 millones de ciudadanos que podían intervenir en el “proceso participativo”, solo 1,8 millones lo hicieron para apoyar la independencia: el 34,4% de los llamados a votar. Fiasco conceptual y fiasco numérico.

Y así está desde entonces la política catalana, atrapada en un bucle interminable, transitando erráticamente por el laberinto que sus gobernantes han creado, buscando una salida que, simplemente, no existe.

Durante unos meses, se movilizan por el referéndum, y no funciona. No funcionó el 9-N y tampoco lo hará en septiembre, exactamente por las mismas causas. Entonces, se van a unas elecciones intentando obtener de ellas el mismo resultado, y tampoco funciona. Primero, porque un parlamento autonómico elegido en el marco del Estatut no está habilitado para declarar la independencia, y, segundo, porque los números no dan, y conducen una y otra vez al mismo resultado: solo los independentistas tienen fuerza para gobernar, pero no la tienen para consumar la independencia.

Catalunya lleva cinco años extraviada, acumulando división y frustración porque sus gobernantes no encuentran la forma ni el momento de decir a sus ciudadanos que los Reyes Magos no existen

Y así, del referéndum a las elecciones y de las elecciones al referéndum, Catalunya lleva cinco años extraviada, acumulando división y frustración porque sus gobernantes no encuentran la forma ni el momento de decir a sus ciudadanos lo que ellos saben de sobra: que los Reyes Magos no existen y que durante todo este tiempo les han estado vendiendo una fantasía irrealizable, pompas de jabón. En ese recorrido absurdo han inventado un producto jurídico estrafalario: la ley secreta. Estamos haciendo una ley que cambiará la historia, pero la condición para que salga es que nadie conozca su contenido.

Se habla de un referéndum que sea sobre la independencia, que sea legal (se supone que acorde a la ley vigente, aunque sea para reformarla) y que sea pactado (se entiende que con el Estado español). Es otro trilema imposible de los que tanto abundan últimamente: una de esas tres cosas tiene que ser falsa para que sean ciertas las otras dos.

Si el referéndum es sobre la independencia, no puede ser legal ni pactado. Si se quiere que sea legal, no puede incluir la independencia como una opción. Y si se produjera el milagro de un referéndum pactado que versara sobre la independencia, aún seguiría siendo ilegal. No era necesaria la sentencia del Tribunal Constitucional alemán sobre Baviera para constatar esa obviedad, pero se agradece la claridad con la que lo ha explicado.

Si con el referéndum no puede ser iremos a las elecciones, dicen muchos. Esa película ya la hemos visto, y sabemos el final. La encuesta de GAD-3 que ayer publicó La Vanguardia se ha encargado de corroborarlo. Si se convocan unas elecciones en Catalunya –que es lo que yo creo que sucederá cuando se compruebe que el camino del referéndum está cegado–, esa votación quizá sirva para varias cosas importantes:

Por ejemplo, para que se consume el cantado sorpasso dentro del espacio nacionalista y se confirme la primacía de ERC; para que Oriol Junqueras sea el próximo president de la Generalitat; quizás para librarse del chantaje de la CUP y sustituirlo por una cómoda mayoría de gobierno con ERC, el PDECat y los comuns, con el derecho a decidir como elemento aglutinador (y sin entrar en enojosos detalles sobre el modo y el tiempo para concretarlo). O para formar un gobierno más escorado a la izquierda en sus políticas, pero menos esclavizado por la extrema izquierda antisistema. Junqueras será más libre y tendrá más margen de maniobra que Puigdemont. Y como el tipo ha demostrado ser listo, jugará con ese margen sin que parezca que renuncia a nada.

Para lo que no servirán esas elecciones es para alcanzar la independencia. Porque volverán a fallar el concepto (un parlamento autonómico renegando de la autonomía) y los números.

La realidad es que las grandes transformaciones solo pueden producirse de dos formas: o se hace por el camino de la ley o se hace por el camino de la fuerza

La realidad es que las grandes transformaciones (y romper un estado de 500 años de existencia es sin duda una transformación traumática, por mucho que Junqueras trate de presentarlo como un asunto casi cotidiano, sin mayor trascendencia) solo pueden producirse de dos formas: o se hacen por el camino de la ley o se hacen por el camino de la fuerza.

La trampa de fondo del procés es que formula un objetivo que no se puede alcanzar ni por la ley ni por la fuerza. Y cuando esto sucede, lo que hacen las personas adultas y responsables es revisar el objetivo –o mantenerlo en el horizonte, pero acomodando su práctica a las posibilidades que ofrece la realidad–. En la política y en la vida, cuando una pregunta carece de respuesta, la culpa siempre es de la pregunta. Y cuando una aspiración carece de camino transitable, hay que reconsiderar la aspiración. 

Es evidente que el soberanismo catalán no quiere –ni podría– imponerse por la fuerza. Así que solo le queda la vía de la ley. Participar de lleno en el espacio institucional, trabajar por reformarlo y ampliar sus márgenes, exprimir al máximo las posibilidades que la ley ofrece para avanzar día a día, establecer en ese marco las alianzas que resulten más provechosas. 

Lo otro, seguir haciendo creer a la gente que puede conseguirse un objetivo sin que te acompañen ni la ley ni la fuerza, es simplemente engañar. Si, como parece, hay elecciones a la vista en Catalunya, le recomiendo una receta saludable que vengo practicando últimamente: no vote al que mienta mejor, sino al que mienta menos. Probablemente perderá, pero usted se quedará más a gusto.