J.A. Zarzalejos y Arcadi Espada publicaron el domingo los dos artículos más interesantes que he leído en castellano sobre el referéndum y la situación política que ha creado en España. Zarzalejos reconocía que el Estado no podrá mantener Catalunya por la fuerza, como pretende Pablo Casado, que dijo ayer que el presidente Puigdemont puede acabar igual que Lluís Companys.

Espada dedicaba el artículo a escarnecer a los votantes que resistieron los embates de la policía de forma pacífica. Como buena parte de los españoles, el columnista de El Mundo interpreta las estrategias no violentas del independentismo como un signo de debilidad. Su artículo trataba las críticas de la prensa internacional como una manifestación más de la decadencia de Occidente.

Espada se hace leer porque escribe emborrachado de la actitud fanfarrona que ha ido destruyendo la democracia española. Desde que lo leo, no ha acertado ni una, cosa que lo ha llevado a acentuar cada vez más su histrionismo para salvar el prestigio. Pocos días antes del referéndum, dijo que Rajoy debería dimitir si los catalanes votaban. Como no podía reconocer que la Generalitat había vencido, el domingo barnizó la derrota de la policía de épica victimista.

Recuerdo que, cuando saqué el libro de Companys, en el 2006, un periodista de Libertad Digital dijo que por fin el catalán servía para decir la verdad. Ya hace tiempo que esta observación se puede dedicar a la lengua castellana. Es significativo que el daño que el franquismo y el pujolismo hicieron en la lengua catalana, ahora lo esté sufriendo el castellano. A medida que el independentismo va perdiendo el miedo, el articulismo en castellano parece que se vaya haciendo pequeño.

Estos días la prensa española me hace pensar en las Meditaciones en el desierto, aquel dietario que Gaziel escribió durante su autoexilio de posguerra. Gaziel describe muy bien el colapso intelectual de la España civilizada en manos del primer franquismo. Muerto Unamuno, dice, los intelectuales españoles parecen todos castrados. Desde Marañón hasta Ortega y Gasset, pasando por Azorín y Pérez Ayala, insinúa, todos se comportan como un grupo de cobardes lameculos y miserables.

Ahora pasa una cosa parecida. No sé si es la presión del Estado o el hecho que la generación de articulistas en castellano que se ha educado en democracia lo ha tenido todo demasiado fácil. A veces, para crecer hay que encontrar una cierta resistencia. Si todas las dificultades vienen de cardar o de drogarse demasiado, o de ganar un exceso dinero, es fácil que la creatividad y el pensamiento se estanquen y que uno acabe haciendo cara de David Summers —el cantante de los Hombres G-, cuando cantaba aquello de "sufre mamón, devuélveme a mí chica".

La cuestión es que la confianza que Rajoy ha puesto en el miedo de los líderes catalanes ha tenido un efecto devastador en la prensa española. En vez de intentar profundizar en la historia de España y en la situación de Catalunya para afinar los argumentos, incluso los articulistas más jóvenes y atrevidos han tendido a imitar a Rajoy y se han encerrado en argumentaciones tópicas e contrahechas, que confiaban secretamente en una fuerza bruta que ya se ve que resultará impotente para parar la independencia.

El artículo de Zarzalejos me sorprendió porque, a pesar del punto de enfado que lo dirigía, ponía sobre la mesa el tema de la violencia sin decir burradas. Por más gesticulaciones que haga, la democracia española no está lo bastante consolidada para utilizar la coacción. La historia le pesa demasiado. Si actuara contra Catalunya con la contundencia que pide Espada, se rompería, igual que un alcohólico recaería en la bebida si se cerrara a beber güisqui con los amigos.

Como decía Zarzalejos sobre la violencia, "este es, en pleno siglo XXI, un precio que España no tiene que pagar porque lo hundiría en los peores tópicos que afectan a nuestra autoestima". "Que no nos pidan a los españoles que sumemos un episodio más de coacción estatal sobre el Principado", añadía al columnista, después de vaticinar todo tipo de desgracias a los catalanes, si acabamos impulsando un Estado independiente.

En vez de hacer metáforas sobre nazis o genocidios y, en resumen, de intentar que Catalunya pagara por los muertos que se hicieron en el siglo XX en nombre de otros países, los articulistas de Madrid y Barcelona que creen en la unidad política de España podrían haber trabajado un poco más. La elaboración de una idea de la españolidad que no se aguantara sobre la coacción era un trabajo que correspondía a las generaciones educadas en democracia. No lo han hecho.

Cuando pasen los años se verá que la mejor garantía de la unidad de España es la independencia de Catalunya. Se verá que no son Puigdemont ni Carme Forcadell, ni los populismos, los que están destruyendo el régimen de 1978, sino la hipocresía de unos políticos y de una prensa que pretendieron construir una democracia dando por descontados los beneficios de la violencia utilizada en otras épocas.

En definitiva, si todo los argumentos que tiene la España civilizada es que Puigdemont tiene que dar un paso atrás para evitar una guerra civil, como sugería Évole ayer en El periódico, el Estado merece ser desmembrado y lanzado en la papelera de la historia como antes mejor.