Se entiende convencionalmente que un movimiento subversivo es aquel que trata de derribar el orden legal e institucional de forma ilegal y al margen de los procedimientos que ese mismo orden establece para su reforma. Es subversivo, pues, todo aquello que persiga la caída de un régimen político y su sustitución por otro por la vía de hecho (sea violenta o no) y no por la del derecho.

Tradicionalmente, los movimientos subversivos provienen de sectores populares y se dirigen contra algún poder político al que tratan de derrocar. La medida de la legitimidad de esos movimientos viene determinada por dos circunstancias: a) La legitimidad de origen y ejercicio del poder al que combaten. Es decir, si se trata de un régimen democrático o de una dictadura; y b) Los medios usados para la subversión. Por ejemplo, el terrorismo nunca sería un medio legítimo ni siquiera para combatir una dictadura.

Pero también existen movimientos subversivos impulsados desde el propio poder político. Incluso por poderes democráticos en su origen. Un poder democrático se transforma en subversivo cuando pretende utilizar los instrumentos del poder democráticamente obtenido no para administrar lealmente el gobierno de acuerdo a la legalidad, sino para transformar el sistema saltando por encima de esa legalidad, e implantar un orden institucional distinto a aquel en que ese poder fue entregado –probablemente, con la pretensión de hacer ese cambio irreversible y establecer un orden político a la medida de los inspiradores del golpe.

Los movimientos subversivos desde el poder democrático proliferan casi siempre al hilo de la inflamación de los dos cánceres políticos de nuestro tiempo: el populismo y el nacionalismo. Un poder populista siempre tendrá la tentación de hacer saltar las costuras de un sistema institucional en el que no cree, y un poder nacionalista siempre buscará la forma de remover a su favor las fronteras del Estado al que pertenece. 

Lo que cualifica como subversivo ese intento, repito, es que se haga creando situaciones de hecho al margen de la ley; resulta especialmente grave cuando se realiza desde el propio poder político, teóricamente encargado de garantizar el imperio de la ley y no de pisotearla; y combatirlo se convierte en una cuestión de principio cuando se ataca a un sistema democrático desde un poder entregado y legitimado por la propia democracia.

En democracia es fundamental la distinción entre poder ordinario y poder constituyente

En democracia es fundamental la distinción entre poder ordinario y poder constituyente. El poder ordinario es el que proviene de ganar unas elecciones y formar una mayoría parlamentaria capaz de sostener a un gobierno. Eso, ganar las elecciones y tener mayoría en el parlamento, autoriza a gobernar; pero de ninguna manera autoriza a redefinir unilateralmente las condiciones en las que se ejerce el gobierno. Eso corresponde exclusivamente al poder constituyente.

Cuando quien detenta el poder ordinario pretende autoproclamarse como poder constituyente, derogar el marco jurídico del que proviene su propio poder e implantar uno nuevo sin respetar ninguno de los procedimientos y de las garantías propias de la democracia, estamos ante un movimiento subversivo orquestado desde el poder.

Lo vemos por todas partes. Nicolás Maduro ganó unas elecciones presidenciales en Venezuela en el marco de una Constitución (promovida por Hugo Chávez) legítima. Aquella victoria lo legitima para ejercer las competencias que la Constitución atribuye al Jefe del Estado y lo obliga a respetar las de los demás poderes: el legislativo, el judicial… Y por supuesto, a respetar la libertad y los derechos de los ciudadanos, empezando por sus opositores.

Cuando Maduro usa el poder presidencial para llevarse por delante la legalidad democrática, lo único que cabe es llamar a la resistencia 

Cuando Maduro usa el poder presidencial para llevarse por delante la legalidad democrática, para patear las libertades, para derrocar al Parlamento elegido por el pueblo y sustituirlo por un adefesio monocolor nacido de una farsa electoral en una jornada marcada por la violencia y la muerte, para poner bajo su bota al poder judicial y encarcelar a los jueces que no le obedecen, lo único que cabe es llamar a la resistencia. Ayer en Venezuela no hablaron las urnas, hablaron las metralletas.

Cuando Erdogan aprovecha su victoria en unas elecciones ordinarias para transformar la Constitución del país creando un presidencialismo que concentra todo el poder en su persona, anula de hecho la posibilidad de alternancia en el poder y se dota de toda clase de instrumentos represivos para acallar a la disidencia, su legitimidad de origen se transforma en ilegitimidad de ejercicio, y merece ser resistido por cualquier medio pacífico.

Cuando el Gobierno rusófilo de Ucrania pretende entregar el control del país a una potencia extranjera devolviéndolo de hecho a una situación colonial, está alterando de forma unilateral, abusiva e injusta las bases sobre la que se construyó el Estado. Ninguna victoria electoral le autoriza a eso.

Cuando los actuales gobernantes de Polonia y de Hungría se aproximan cada día más a la línea que separa la dictadura de la democracia, no solo están subvirtiendo traicioneramente la propia fuente de su poder, sino que ponen en peligro su permanencia en la Unión Europea, que puede digerir muchas cosas pero no una dictadura en su seno (ni siquiera una dictablanda).

El instrumento predilecto de los que promueven operaciones subversivas desde el poder es el plebiscito en todas sus variantes. Plebiscitos fake llamados a dar una pátina de legitimidad a lo que es ilegítimo en su raíz.

Ganar una elección autoriza a gobernar, pero no a refundar el país. No a derogar a las bravas el orden jurídico vigente. El poder ordinario que nace de una elección parlamentaria no puede autoproclamarse constituyente, y mucho menos destituyente de un orden constitucional que no le pertenece. Y si trata de hacerlo mediante un proceso que enfrenta a la mitad de la sociedad con la otra mitad, a partir de cierto punto eso solo puede seguir adelante sacrificando la democracia.

En esto pasa como con el cambio climático. Cuando nos damos cuenta de que hemos llevado el proceso tan lejos que se ha sobrepasado el punto crítico en el que lo que está en juego ya no es quién gobierna o si somos más o menos independientes sino la supervivencia de la democracia misma, lo más probable es que ya sea demasiado tarde. Hoy, por ejemplo, ya lo es para Venezuela.