El fenómeno periodístico de las últimas semanas ha sido el dossier-panegírico que el diario Ara dedicó, este sábado a la muerte de su primer director Carles Capdevila. Con el Ara me pasa una cosa parecida a la que me pasaba con el diario El País, de hace 15 o 20 años, que más que un diario me parece un indicador del tipo de pienso que el poder sirve a la gente. Si pudiéramos comparar los dos modelos de periodismo veríamos hasta qué punto las sociedades tienen tendencia a pasar de un extremo al otro.

Cuando estudiaba, el periodista se consideraba una especie de maquinita objetiva y aséptica que escribía desde una atalaya desinfectada de sentimientos y de intereses personales. En aquella época me defendía de las pretensiones racionalistas de algunos redactores y académicos recordando que, si no eres Dios, la objetividad sólo es aquello que se ve desde un punto de vista determinado con el máximo detalle posible. Ahora tengo problemas para enseñar a escribir gacetillas a los alumnos porque los diarios están infectados de emotividad y de amarillismo.

Cuando la gente se siente débil tiende a ponerse tremendista y emotiva, y se recluye en una cueva de sentimientos autojustificatorios y narcisistas. Cuando la gente se siente demasiado segura y fuerte tiende a ver el mundo como un sistema universal y lógico que coincide como por azar con sus gustos e intereses. La evolución de los diarios no se entiende sin el efecto psicológico que, para los europeos, ha tenido su pérdida de influencia en el mundo.

En los tiempos dorados de El País, Europa todavía se sentía el centro de la tierra, aunque criminalizaba los sentimientos porque tenía miedo de repetir las guerras mundiales. En cambio, la Europa del Ara vive asustada porque ve hundirse los pilares de su superioridad. Si El País promovía el individualismo de baja calidad que nos ha llevado hasta aquí, el Ara promueve un sentimentalismo de gente va en el matadero resignada y abrazada, porque no tiene valor para defenderse.

El especial que el periódico dedicó a su primer director habría sido impensable hace pocos años, cuando El País todavía marcaba la tendencia. Cuando era pequeño recuerdo que se montó un gran escándalo porque una locutora de TV3 lloró mientras daba la noticia de la muerte de Antoni Castejón a un meteorólogo de los primeros tiempos del telediario. Me parece que aquella chica no volvió a salir en directo; ahora que no eres nadie si no lloras en una rueda de prensa quizás le habrían dado un premio de periodismo.

El obituario es un género noble, pero se tiene que ejercer con contención. El dossier-panegírico que el Ara le hizo en Capdevila, con su fotografía como póster de portada, debio satisfacer a los periodistas del diario, pero no creo que hiciera ningún servicio en los lectores ni ningún favor a la imagen del difunto. Capdevila sacó el partido periodístico que creyó conveniente de su enfermedad, y no entraré a juzgarlo. Si hay articulistas que hablan de su pene y otros que hablan de sus restaurantes preferidos, también puede haber periodistas que hablen de su cáncer, sólo faltaría.

Para mi gusto, Capdevila tenía tendencia a confundir el lirismo con el sentimentalismo, la bondad con el buenismo y la moral con el moralismo -que es la pulsión de la gente que se siente en peligro. Su visión del mundo era para mi demasiado deudora del catolicismo de los scouts de la posguerra, que venía contrahecho por los efectos del franquismo. Como periodista Capdevila contribuyó a introducir elementos de la vida cotidiana en los medios de comunicación que antes no se contemplaban. Pero no se puede decir que el modelo de diario que impulsó en el Ara haya sido un éxito indiscutible.

Con todo esto quiero decir que, más allá de mi opinión, la importancia que se le dio por el hecho de tener cáncer y, especialmente, por el hecho de no haberlo superado, era objetivamente desproporcionada. Mientras leía los dossieres que le dedicó el Ara para anunciar su traspaso no me podía sacar de la cabeza un pensamiento: los muertos se tienen que tratar con contención porque si no se acaban convirtiendo en una excusa para exorcizar nuestros miedos y hacemos espectáculos que no tienen nada que ver ni con el amor ni con el respeto.

No podemos utilizar a los muertos y los moribundos para desahogarnos, porque los acabamos usando como un kleenex. Capdevila no era Josep Pla, ni Rodoreda, ni siquiera Quim Monzó -lo siento si lo lees. El impacto mediático que generan casos como el suyo se explica porque la mayoría de la gente se piensa que su vida le pertenece igual como si fuera una casa, un coche o cualquier cosa que se puede tener en propiedad a cambio de un esfuerzo o de un dinero.

El ciudadano europeo odia todo aquello que no puede controlar porque lleva décadas creciendo en piscifactorias con aire de jaula de oro. Cada vez que alguna cosa le recuerda que la vida no la tiene en propiedad y que esta es la gracia de estar vivo, tiende a comportarse como un niño consentido o un rey caprichoso. Mientras no volvamos a aceptar que la vida empieza allí donde se acaban las certezas y las seguridades, el ciudadano europeo se irá volviendo un menor de edad cada vez más repelente, moralista y llorica, muy fácil de dominar.