Cuando pienso en las dificultades en tomar decisiones siempre recuerdo cómo aprendí a tirarme de cabeza a la piscina. De niño era miedoso y el agua no me gustaba. Durante un par de veranos mis padres me apuntaron a natación para que superara mis manías y me tocó una entrenadora que parecía una de estas mujeres de las películas del Far West, que entraban en las tabernas a sacar a los maridos a golpes de cazuela para que se volvieran a buscar pepitas de oro en el río o en la mina.

Aunque era una señora estricta, que no estaba para tonterías, y que trataba a los niños de una manera que no sé si hoy estaría bien vista, me daba tanto miedo tirarme de cabeza que, en los entrenamientos y en las competiciones, me dejaba saltar de pies en la piscina. Los padres le habían explicado que me provocaba un terror inmenso hundir la cabeza bajo el agua. Como una excepción, me dejaba competir nadando con estilo de crol como si fuera Tarzán -que tampoco ponía la cabeza dentro del agua porque no quería que una piraña le arrancara la nariz de un mordisco.

La cuestión es que, cada vez que ganaba una carrera, la entrenadora me decía: "Enric, si te tiraras de cabeza y dejaras de nadar como si fueras el Tarzán de la selva ganarías todas las medallas". En los entrenamientos, cuando los otros niños practicaban desde el trampolín, aprovechaba para descansar y la señora me decía, de vez en cuando: ¿"Enric, seguro que no quieres intentar saltar?" Yo no respondía, sólo hacía un gruñido y giraba la vista para no ver a mis compañeros, mientras pensaba que era una señora vieja y que el bikini no le quedaba bien.

A veces cuando acabábamos el entrenamiento mis padres hablaban con ella un rato y yo aguzaba el oído intentando pescar la conversación. Entonces, en algún momento, mi padre o mi madre dejaba caer lo que ya sabía que diría: "La entrenadora siempre nos dice que tu piel desliza por la piscina como si fueras un delfín, y que si perdieras el miedo a poner la cabeza dentro del agua podrías ir a las olimpiadas." A mí las olimpiadas me la traía floja.

A veces me ponía al borde de la piscina y hacía el gesto de saltar, pero siempre acababa cayendo de pies. Por la tarde, cuando la piscina se vaciaba, me subía al trampolín y recorría toda la pasarela, pero al final siempre pensaba "te matarás" y lo dejaba correr. Cuando mis amigos jugaban en el trampolín, no podia mirarlos porque mi corazón se ponía a latir en cien por hora, como si el que estuviera a punto de echarme desde tan arriba fuera yo y no ellos, que se lo pasaban pipa.

De qué manera conseguí aprender a tirarme de cabeza y a nadar como una sirena -o un sireno, en mi caso- no sabría decirlo, exactamente. Sólo recuerdo que un día, no sé por qué, encontré la fuerza y salté. No fue un salto estético, pero la entrenadora aplaudió y yo sonreí. Inmediatamente salí del agua y volví a saltar, esta vez con más estilo. Mi cara se iluminó. Cuándo me volví a salir de la piscina me pareció que caminaba como si fuera más alto y más fuerte. Volví a saltar y volví a saltar, hasta que me cansé.

Cuando lo enseñé a mis padres me miraron tiernamente, como queriendo decir: "Ya sabíamos que lo harías". Mi padre de todo tenia que hacer filosofía y mostrando sus dientes de cromañon, soltó con una sonrisa: "Sólo tenías que hacer el clic". Yo hice ver que no lo oía y cambié la conversación, pero por dentro iba pensando que si ellos, la maestra y algunos de mis amigos no hubieran sido tan rematadamente pesados no lo habría hecho nunca.

Amar es querer que los otros vivan y, por lo tanto, mirar de ayudarlos a encontrar la fuerza que necesitan para enfrentarse a sus problemas. Es difícil y a veces no lo aciertas, pero al final siempre se ve que la intención es buena y que eso ayuda a hacer el clic más de lo que parece.