Vivimos en un país que se ama sólo en la derrota y celebra la oscuridad, que honora sádicamente la cremación de una abuelita como si fuera la Fiesta Nacional de los Miserables, mientras ignora sistemáticamente las lumbreras que podrían llenar de calor las mil y una noches de la patria. La verdad siempre se nos acaba apareciendo en el Eixample y es en la calle Provença, en el nuevo Gresca Bar del chef Rafa Peña, donde hemos redescubierto de nuevo que el único poder verdaderamente transformador del alma humana es la alegría. Conocíamos su casa de hace tiempo, y hasta habíamos pasado ahí alguna tarde con fortuna desigual, pero la nueva barra del restaurante ya es con justicia uno de los indiscutibles centros del arte sensorial de nuestra aburrida ciudad. Apologetas de la pesadumbre, no seréis bienvenidos a este lugar: per quan vingui un altre juny, absténganse, tengan la bondad.

El primer aleluya de la cena aparece con los mejores buñuelos de bacalao del planeta, que podréis complementar con las gildas y una ensaladilla acaso tan suave como el clítoris de la Virgen María. Pero la verdad revelada se encuentra en el bikini de lomo ibérico y Comté, crujiente como una galleta, tentación pedofílica que tendréis que pedir por duplicado, seamos honestos. En casa siempre hemos desconfiado de quien come tripa y encéfalo, cosa propia de conductores y de gente sin talento para lo sedentario, pero la broma se acaba cuando nos abalanzamos a los callos, la lengua y los sesos. Fem destí d’aquesta glotonia, oh inconmensurable digestió, dice mi amigo poeta Jaume C. Pons Alorda, y a pesar de que no tengamos hambre añadimos al festín, descarados, el canapé de anguila y las sepias con sofrito. El vino, todo natural, es cosa de Sergi Puig, que conoce mejor que tú mismo tu propia saliva.

El equipo de Rafa no deja pasar ni un minuto sin un plato que gire en la mesa; mataríamos por la avidez de un nuevo gemido y a cada ingesta somos más felices. Subsiste el prestigio de lo paupérrimo, la apología de los hambrientos y los filósofos que se hacen el interesante fingiendo rostro marmóreo, pero Rafa y nosotros somos los traductores de la alegría y hemos perpetrado el terrible esfuerzo para salir de casa para recordaros que tenéis la buenaventura en el centro de Barcelona, amablemente repartida en sillas Cesca, sin una sola pretensión sobrera. La corona del aquel que ríe, esta corona de rosas: yo mismo me he coronado y me he santificado en mi risa. No he encontrado a nadie tan fuerte como para hacerlo (Zaratustra). Os lo ruego, barceloneses, aprended a reír de nuevo. En la calle Provença se puede disfrutar de la obra de un genio por menos de sesenta euros, un precio que en muchas ciudades del planeta se cuadriplicaría sin protesta alguna de los comensales.

Rafa Peña dignifica más a Barcelona que el Saló del Manga con toda su repulsiva muchedumbre de cretinos motivados, es de mayor expansión que la pamema esta de las Superislas y su insufrible infantilización del paseante, es una estructura de Estado infinitamente superior a las pinturas estas de los cojones de Sijena. Debéis aprender a reír de nuevo, tenéis que aprender a saber nuevamente que la felicidad es cuestión de amar al vecino. Os lo tengo que enseñar todo, en efecto.