Tras años de olvido, incomodidad y ostracismo, el nombre del periodista sevillano Manuel Chaves Nogales ha emergido como símbolo de la generación de periodistas liberales y republicanos españoles que vivieron la Guerra Civil como un drama que los fracturó y que han sido recuperados por estudiosos y lectores. Enemigo de la España de Franco e incómodo al lado de los anarquistas y comunistas que dominaban el bando republicano, defensor de una república burguesa, era un ejemplar preclaro de la llamada (y hasta ahora imposible) Tercera España.

En el periodismo desde muy joven, modernizador de la prensa madrileña, redactor jefe del Heraldo de Madrid, llegó a director de la revista Ahora. Amigo de Eugeni Xammar –que colaboraba en Ahora con sus célebres crónicas del ascenso del nazismo–, Chaves Nogales es autor de biografías de éxito como Juan Belmonte, matador de toros o El maestro Juan Martínez que estaba allí; reportajes que lo llevaron a auténticas peripecias aéreas, como la que relató en La vuelta al mundo en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja. Al estallar la guerra se puso al servicio de la República, pero pronto se marchó a París, donde colaboró en varios medios y desde donde escribió el libro-denuncia A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, publicado en Chile en 1937 y en el que condena los crímenes de ambos bandos.

En marzo de 1936, después del triunfo del Frente Popular, el director de Ahora se traslada a Barcelona, donde asiste al entusiasmo desatado por la victoria, inédito en el resto de España. En Catalunya, aquel triunfo lleva aparejada la amnistía de los presos políticos y, sobre todo, el retorno del autogobierno y el regreso de ERC a las instituciones catalanas. Vivió en persona el retorno del president Lluís Companys e hizo una serie de reportajes en los que entrevistaba a personalidades catalanas, como el gobernador Joan Moles Ormella o los políticos Lluís Nicolau d'Olwer, Amadeu Hurtado, Lluís Duran i Ventosa, Rafael Vidiella y Ángel Pestaña. Chaves, que ya había entrevistado a Francesc Macià pocos meses después de la proclamación de la República, convertida en Generalitat de Catalunya, se preguntaba: "¿Qué pasa en Cataluña?"

 


En la hora del triunfo

Manuel Chaves Nogales
Ahora, 26 de febrer de 1936

Entusiasmo. Entusiasmo. En ninguna región de España se sabe lo que es el entusiasmo popular si no es en Cataluña. Pienso y no acierto a imaginar qué tendría que pasar en Madrid o en Sevilla, qué acontecimiento maravilloso habría de producirse para que los castellanos o los andaluces se entusiasmasen así.

No basta decir que los catalanes son gente fervorosa y propicia a la exteriorización de los sentimientos. Hay que reconocer que esos sentimientos que los catalanes exteriorizan de una manera tan contingente son típicamente multitudinarios y, en la medida de lo posible, unánimes. Cuando de algún otro lugar de España que no sea Catalunya decimos los periodistas que la multitud estaba entusiasmada, mentimos siempre un poco. Entusiasmo multitudinario no hay más que uno en España: el de los catalanes. Fuera de Cataluña esa multitud a que refieren los periodistas suele ser simplemente a un grupo, una parte del pueblo más o menos considerable, pero nunca el pueblo mismo entero y verdadero.

Hoy me sería imposible encontrar un solo anticatalanista. Hasta los que votaron contra nosotros –me dicen los triunfadores– participan del júbilo de nuestro triunfo desde el fondo de su alma

Desgraciadamente, en el resto de España no hay ningún gran motivo de entusiasmo. Se entusiasman unos pocos o muchos y los demás callan o asienten. Aquí, en Cataluña, se entusiasman todos. Es más: se riñe una batalla. Si unos vencen, otros han de ser vencidos. Pues bien: en Cataluña esta sugestión del triunfo es tan fuerte que los arrastra a todos, a los vencidos como a los vencedores. No quiero con esto decir que los vencidos sean tan viles que se agarran a la trasera del carro de los vencedores. Pero sí que un sentimiento tan metido en la entraña de este pueblo como el del afianzamiento de su personalidad tiene fuerza bastante para subsistir soterrado y brotar pujante cuando llega su hora, aun en aquellos que se han esforzado por arrancárselo y sacrificarlo a otras convicciones. Hoy me sería imposible encontrar un solo anticatalanista. Hasta los que votaron contra nosotros –me dicen los triunfadores– participan del júbilo de nuestro triunfo desde el fondo de su alma. Y puede que tengan razón. A juzgar por los signos exteriores, yo no puedo permitirme dudarlo. No creo que todas esas gentes que en los pueblos de Cataluña se muestran jubilosas y engalanan sus casas con banderas catalanas sean de la Esquerra. Voy creyendo ya que el júbilo del triunfo es compatible con el hecho circunstancial de haber votado en contra. Sospecho que lo comparte al menos, el noventa por ciento de los afiliados a la Lliga y el cincuenta o sesenta por ciento de los radicales, si es que aún hay radicales en Catalunya.

En la manifestación que para celebrar el triunfo se organizó al día siguiente de las elecciones, no iban únicamente votantes del Frente Popular: iban ya gentes neutras y aun de la otra acera. En la gigantesca parada que se está preparando para recibir a Companys el domingo próximo, figurarán todos los catalanes. Ya tendremos ocasión de comprobarlo.

Los separatistas se llaman aquí, simplemente, perturbadores

En esta primera manifestación –en la que digo, iban gente de diversa significación– había, por haber de todo, hasta separatistas. Los separatistas se llaman aquí, simplemente, pertubardores. Estos titulados perturbadores izaron sobre las cabezas de la multitud la bandera de la estrella solitaria, que, a poco de ondear, fue motivo de querella y discordia entre los mismos manifestantes. Se produjo un tumulto. Alguien quiso arriar aquella bandera. Sospecho que en aquellos momentos hubiera sido facilísimo convertir en separatistas a los millares de catalanes que celebraban el triunfo obtenido por el catalanismo en las elecciones.

Pero aunque aquella multitud en tal trance su hubiese puesto a gritar mueras a España y a Royo Villanova, me niego a aceptar que estuviese formada por separatistas. El separatismo es una rara substancia que se utiliza en los laboratorios de Madrid como reactivo del patriotismo, y en los de Cataluña como aglutinante de las clases conservadoras. No sé aún si será tan difícil encontrar separatistas como anticatalanistas; pero, desde luego, no me parece tarea fácil hallarlos.

En este momento sólo se puede hablar de una cosa: del entusiasmo, de este universal entusiasmo que da a las ciudades como a las aldeas un aspecto indubitable de pueblo feliz. Estamos en los momentos de la euforia, que dijo Lerroux.

La vida de este gran pueblo, tan lleno de sentido y tan firmemente aferrado a unas realidades indestructibles, no se alterará gran cosa por los vaivenes políticos

Ayer se ha registrado un caso de euforia popular sorprendente. Los presos políticos iban a ser libertados, en virtud de la amnistía. Frente a la cárcel, una multitud entusiástica se estacionaba para ver salir de su prisión a los libertados. Cada vez que salía uno estallaba una ovación clamorosa. Le llegó el turno a un preso que, caso extraordinario, no se atrevía a salir. Era un sacerdote vestido con sus ropas talares, que horas antes había sido encarcelado por haberse descubierto que en su iglesia de Sarriá había armas y municiones almacenadas allí ante el temor de que triunfasen las izquierdas. Se corrió la voz de que, para crear conflictos a los nuevos poderes, había agentes provocadores que tenían el propósito de incendiar los templos, y también de esto se acusaba al sacerdote en cuestión, por lo que tenía un natural recelo ante la necesidad de enfrentarse con la multitud que vitoreaba frente al edificio de la cárcel a los presos que salían. Todo ello trascendió a la muchedumbre y el sacerdote no se decidía a recobrar su libertad en tan peligrosas circunstancias. Cuando al final salió, temeroso y subió rápidamente a un automóvil, dispuesto a huir, su presencia fue recibida por la multitud con la misma clamorosa ovación con que se saludaba a los héroes revolucionarios. El pueblo, triunfante y eufórico, no se para en distingos. Este pequeño suceso pinta exactamente la disposición espiritual de Cataluña en este momento. Un gran entusiasmo popular, del que todos los catalanes son partícipes, y nada más. ¿Después?

Es difícil preverlo, a juzgar solo por la impresión que la gente del pueblo puede dar. Si algo cabe deducir por impresión, es el hecho de que no habrá grandes conmociones en la vida de Cataluña con el triunfo del Frente Popular, como tampoco las hubiese habido de triunfar lo contrario. La vida de este gran pueblo, tan lleno de sentido y tan firmemente aferrado a unas realidades indestructibles, no se alterará gran cosa por los vaivenes políticos. Nos lo aseguran estas calles desiertas de los pueblecitos de la montaña de Montserrat, que hoy hemos recorrido, en los que ondean las banderas catalanas sin que nadie se pare a verlas, porque, a pesar del entusiasmo, cada cual ésta atento a su quehacer cotidiano. Sus hombres se han ido al campo y allá están inclinados sobre los surcos. Las mujeres, junto al lar, siguen atentas a sus faenas caseras, y en la calle vacía de la aldea, las banderas se agitan sin que nadie, por el goce de verla flamear, pierda una hora de trabajo.

Esta impresión de que el vivir afanoso de Cataluña prosigue inalterable y un poco desdeñoso de los sucesos políticos, felices o adversos, es lo único que cabe deducir de la actitud de sus gentes. Para saber más, para anticipar algo de lo que pueda pasar en Cataluña, habrá que buscar, no a las masas que gritan entusiasmadas en un momento dado y vuelven luego a sus tareas de siempre, sino a los hombres representativos del pensamiento de Cataluña, porque estos hombres, aunque en Castilla esto parezca inverosímil, a veces arrastran tras ellos a la multitud.

Barcelona, 25 de febrero