Jueves 13. La embajada norteamericana en Madrid hace público un comunicado que defiende "una España unida". Destaca que la alianza España-Estados Unidos se explica "por la historia y los valores comunes". Y que el proceso catalán es un "asunto interno" español. Cuando el jefe de prensa de la embajada hablaba de historia seguramente no se refería a la guerra de Cuba —año 1898, los procesos independentistas de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Ni tampoco se refería, bien seguro, a la II Guerra Mundial —año 1939, la tétrica trinidad Hitler-Franco-Mussolini. 1898 y 1939 son hitos importantes en la historia española y norteamericana. Hitos comunes que marcarían caminos opuestos. Historias radicalmente opuestas. Valores radicalmente diferenciados. Y en la cuestión del "asunto interno" no se refería, seguro del todo, a la participación externa en la revolución americana —año 1776, los reinos de Francia y de España implicados hasta las nalgas en el proceso independentista norteamericano.

La pretendida "historia común"

Es lo que pasa cuando ciertas reacciones políticas se quieren legitimar con el lustre de la cultura. Que se publican notas de prensa que son un saco de despropósitos. Por no decir otra cosa. Habría resultado más aséptico proclamar "las cosas ya están bien como son". Tan bien como estaban cuando terminó el último gran conflicto mundial. Los ejércitos norteamericanos liberaron Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Austria y Alemania. Tres cuartas partes de la futura Unión Europea. Pero se olvidaron de España. En Madrid gobernaba un régimen que había hecho dos guerras —la civil y la mundial— con los nazis alemanes y con los fascistas italianos. A Eisenhower, presidente electo de un Estado democrático, no le representó ningún problema de conciencia, ni personal, ni política, pactar los acuerdos bilaterales —ojo, jefe de prensa!!!, la base de la actual relación diplomática— con un dictador antiguo aliado de Hitler, que era, sin embargo, un furibundo anticomunista. Ni bueno, ni bonito, pero barato.

Catalanes, menorquines y americanos

La relación entre Catalunya y los Estados Unidos va mucho más allá de la estrambótica nota de prensa. Incluso va más allá de la guerra de Cuba. No es un recurso metafórico. Es una realidad histórica. La revolución norteamericana de 1776 —la de Washington, Adams, Jefferson y Franklin— tiene una relación física y política con la revolución catalana de 1713. La que siguió al Tratado de Utrecht: los británicos abandonaron a los catalanes a su suerte y la Junta de Braços, el equivalente al actual Parlament, proclamó la resistencia a ultranza. Catalunya foral y republicana contra Francia y España monárquicas y despóticas. Una auténtica revolución. La derrota, que culmina con la caída de Barcelona y de Mallorca, provoca una diáspora catalana que se proyecta, también, en las colonias francesas y británicas de América. Y cuando estalla la revolución americana, unas décadas más tarde, encontramos a esta gente establecida en el sur: campesinos, pescadores y comerciantes en Florida y en Luisiana.

Saint Augustine, Florida

Menorca y Florida

La revolución americana tuvo una especial incidencia en los extremos del territorio de la futura república de las barras y las estrellas. En el extremo sur, la ciudad de Saint Augustine concentraba una colonia de 2.000 menorquines —la mayoría de la población— que habían llegado durante la dominación británica. Año 1763. Menorca y Carolina eran posesiones británicas y entonces viajar de Maó o de Ciutadella a Saint Augustine era lo mismo que hoy puede representar hacerlo de Gibraltar a las Malvinas. Cuando estalló la revolución americana, la mayoría de los menorquines de Saint Augustine se inclinaron a favor de la nueva república que amanecía. En aquel amanecer político surge la figura de Jordi Ferragut Mesquida, nacido en Ciutadella, comandante mayor del ejército independentista, que salvó la vida a George Washington en la batalla de Cowpens. Y la de su hijo David Farragut-Shine, primer almirante de la historia naval norteamericana.

Reus y Nueva Orleans

¿Que romántico, verdad, señor jefe de prensa? Pero como decía Mickey Mouse, el super-ratón de la factoría Disney: "No se vayan, amigos, todavía, aún hay más". Nueva Orleans, la capital de la América más profunda, en los años de la revolución americana concentraba una colonia de 2.000 catalanes (la mitad de la población blanca) originarios de Reus y comarca, dedicados a la explotación agraria y a la importación de alcoholes catalanes. Durante la revolución americana, Luisiana era, todavía, una colonia que bailaba entre París y Madrid. Y se convirtió en una base de aprovisionamiento de los ejércitos independentistas norteamericanos. Los Borbones imperialistas y despóticos a favor del proceso democrático y libertario norteamericano. Cosas de la geopolítica. Y de la internacionalización de los procesos revolucionarios. Y del alcohol y la guerra, dos elementos inseparables. En aquel contexto, los reusenses de Nueva Orleans habrían hecho buena la adaptación de un viejo proverbio catalán que diría "los catalanes de las revoluciones hacen panes".

Antigua Casa Juncadellas. Bourbon Street, Nueva Orleans

Locke, Catalunya y América

John Locke es uno de los grandes maestros de la filosofía moderna y contemporánea, que no tuvo la suerte de conocer la revolución americana. Ni la catalana. Vivió en el siglo anterior. Pero la idea central de su discurso es la tercera pata de la relación entre Catalunya y los Estados Unidos. Cuando menos, entre sus respectivas revoluciones: "los gobiernos son legítimos solo en la medida en que cumplen el propósito para el que han sido establecidos por los gobernados". Bien actual a pesar del tiempo. ¿Verdad, señor jefe de prensa? Dicho de otra manera, el nervio ideológico de la revolución catalana de 1713 y de la americana de 1776 tiene un denominador común lockeriano. No se argumenta "debemos gobernarnos nosotros mismos porque somos una nación diferente", sino que proclama "debemos gobernarnos nosotros mismos porque estamos mal gobernados". El sentimiento de repulsión que sentían los norteamericanos por el rey británico y su administración colonial es perfectamente equiparable al que sentían los catalanes por el Borbón hispánico y su corrupta administración castellana.

Los pretendidos valores comunes

Una simple mirada a la historia de España —no entraremos en análisis precisos— revela que el discurso de Locke, que alimenta ideológicamente los procesos revolucionarios de medio mundo, no ha sido nunca el libro de cabecera de los líderes políticos españoles. Ni siquiera de los liberales y reformistas. La adaptación de los contravalores tradicionalmente hispánicos —el atavismo, la intemporalidad, el caciquismo— a nuevos escenarios nacionales y globales ha sido la constante que ha transportado España a través de los siglos. Con Habsburgos y con Borbones. Con guerras sanguinarias y con paces de plomo. Con contrarreformas, revoluciones, involuciones, repúblicas y monarquías. Con dictaduras frecuentes y con transiciones eternas. Un largo y trágico trayecto que ni explica una historia común, ni tampoco unos valores comunes. Si bien es cierto que un mal día lo tiene todo el mundo. Sobre todo cuando se nada en las aguas turbias y mugrientas de la ignorancia. O cuando la nota te la hacen otros.