Nusret Gökçe, el mundialmente conocido Salt Bae, atraviesa uno de los peores momentos de su carrera. Su imagen, antes sinónimo de lujo y extravagancia, ahora está asociada al declive. Sus restaurantes, aquellos templos gastronómicos donde desfilaban estrellas de cine y deportistas de élite, están cayendo uno tras otro. La crisis es real. Y profunda.
Todo empezó en 2017. Un gesto teatral. Un movimiento de muñeca. La sal cayendo en forma de cascada sobre un enorme trozo de carne. Ese vídeo se hizo viral. Se volvió icono. Millones lo imitaron. Millones lo compartieron. Fue su gran salto. Su puerta al mundo. Y él la aprovechó. Abrió restaurantes en Estados Unidos, en Europa, en Oriente Medio. Cadenas de lujo. Mesas reservadas durante semanas. Precios imposibles.

Viral y famoso mundialmente por un simple movimiento
Los famosos lo adoraban. Leonardo DiCaprio, Cristiano Ronaldo, Messi, David Beckham. Todos pasaron por sus locales. Todos posaron con él. Su figura se convirtió en una marca global. Una marca sobreexpuesta. Una marca que, sin embargo, no supo medir su propio peso.
El tiempo cambió. Las tendencias también. Y la figura de Salt Bae murió de éxito. Se volvió muy cansino a nivel mediático, con presencia en eventos que no le correspondían, como estar celebrando el mundial que ganó Argentina en el césped.

Mientras tanto, la gente comenzó a cuestionar los precios desorbitados. Los filetes bañados en oro dejaron de ser un espectáculo y pasaron a ser un exceso. Un símbolo de desconexión. Al mismo tiempo, su expansión fue tan rápida que los costes se dispararon. Inversiones enormes, alquileres altísimos y equipos difíciles de mantener.
Y llegó el golpe más duro. El que pocos imaginaron. Los restaurantes empezaron a cerrar. En Estados Unidos, donde abrió siete locales, solo queda uno. Seis han bajado la persiana. Seis fracasos estrepitosos en la que fue su mayor apuesta internacional.
Todo lo que sube, baja
Europa tampoco ha sido un refugio. El exclusivo Nusr-Et de Knightsbridge, en Londres, registró pérdidas superiores a los seis millones de euros en un solo año. Cuatro años de trámites y de inversión. Y, finalmente, un cierre anunciado. Las mesas ya no se llenaban. La expectación desapareció y el glamour se esfumó.
Aun así, Salt Bae intenta mantener el pulso. Ha abierto un nuevo restaurante en Milán. Un intento de renacimiento. Una búsqueda desesperada de aire. Pero los números siguen en rojo. La marca, desgastada. La imagen, golpeada.
Porque el problema no es solo económico. Es también de reputación. En un mundo dominado por las redes sociales, las críticas vuelan. Usuarios de todo el planeta denuncian los precios “injustificables”. Cuentan experiencias negativas. Señalan la falta de calidad. Se ríen de las extravagancias. Uno de los casos más comentados fue el de un cliente que aseguró haber pagado casi cien mil euros por una comida en Dubái. La indignación se viralizó.
Salt Bae respondió como siempre. Con frases cortas, arrogancia y desafío. “El dinero entra, el dinero sale”, escribió. Pero la realidad es otra. El dinero sale, sí. Pero entra poco. Muy poco.