Europa entraba, en los últimos años del siglo XIX, en una época convulsa. Las fábricas crecían como hongos, las ciudades se llenaban de obreros y humo, y la ciencia hacía tambalear creencias religiosas que llevaban siglos sosteniendo la vida cotidiana. En medio de ese terremoto cultural, surgió una voz incómoda, brillante y profundamente crítica: la del filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), cuya infancia quedó marcada para siempre por la pérdida de su padre cuando apenas tenía cinco años.

“La muerte del padre a los cinco años lo marcó”.

A menudo tergiversado, y utilizado de forma manipuladora, especialmente por el nazismo, que lo convirtió en un símbolo de ideas que él jamás defendió, Nietzsche aparece hoy como una figura imprescindible para quienes buscan liberarse de los corsés morales y sociales heredados.

Su pensamiento parte de una idea clave: estamos más condicionados de lo que creemos. Normas, tradiciones, mandatos familiares… todo ello modela nuestra forma de ver el mundo. Nietzsche propone desmontar esa herencia y reconstruirla desde cero, y para explicarlo recurre a una imagen poderosa: la mentalidad del niño.

nietzsche

En Así habló Zaratustra (1885), su obra más influyente, presenta la famosa metáfora de las “tres metamorfosis del espíritu”. Primero somos camello, cuando cargamos obedientemente con lo que se nos exige. Después llega el león, que se rebela y ruge contra el “tú debes”. Pero el paso definitivo es el niño, símbolo de una libertad creadora que permite alumbrar valores propios.

Para Nietzsche, el niño no representa ingenuidad simple, sino la capacidad de empezar de nuevo, de jugar sin miedo al error, de soltar el resentimiento que atenaza al adulto. Es un estado interno desde el que se puede actuar con iniciativa, sin vivir solo a la defensiva.

Su mensaje es claro: toma las riendas de tu vida. No eres lo que otros quisieron que fueras; eres lo que decides ser a partir de ahora. Ese “sí a la vida” que reivindica no surge de la comodidad, sino de su propia experiencia con el sufrimiento, la enfermedad y la soledad.

Otros pensadores, como Rousseau o más tarde Hannah Arendt y Byung-Chul Han, también rescataron el valor de la infancia como espacio de autenticidad. Para todos ellos, conservar ese pequeño núcleo infantil —curioso, valiente, dispuesto a comenzar— es quizá la forma más profunda de fortaleza.