La imagen pública de Mario Vargas Llosa siempre fue la de un intelectual incansable, capaz de enfrentar la muerte con el mismo estoicismo con el que encaraba la crítica literaria. Pero detrás de su figura de escritor laureado se ocultaba un drama silencioso. Fue en el verano de 2020 cuando los médicos le confirmaron un diagnóstico inapelable: una enfermedad grave, progresiva y sin cura. Según fuentes cercanas a su círculo íntimo, la noticia fue demoledora. Sin embargo, lejos de derrumbarse, el Nobel de Literatura tomó una decisión inmediata: escribir una carta íntima a sus tres hijos, Álvaro, Morgana y Gonzalo, para prepararlos para lo inevitable.
En ese momento, Isabel Preysler aún ocupaba un lugar privilegiado en su vida. Vivían juntos, compartiendo cenas y confidencias en su elegante mansión de Puerta de Hierro. Fue precisamente allí donde, con un tono solemne y una mirada cargada de nostalgia, Vargas Llosa le reveló a Isabel que se estaba muriendo. Lejos de generar una ruptura inmediata, esta conversación sirvió como antesala de una separación que, aunque tardaría dos años más en concretarse, ya se vislumbraba como inevitable.

Una ruptura inevitable por amor… a su familia
La versión oficial de su ruptura en diciembre de 2022 hablaba de celos, estilos de vida incompatibles y tensiones con los hijos de ambos. Pero la realidad, como siempre, fue mucho más cruda y dolorosa. Fuentes muy cercanas aseguran que el escritor no soportaba la idea de vivir sus últimos años lejos de “la tribu”, como llamaba cariñosamente a su núcleo familiar. El deseo de reconciliarse con su exesposa, Patricia Llosa, y de estar cerca de sus hijos, fue más fuerte que cualquier pasión tardía.
Durante la pandemia, Preysler y Vargas Llosa compartieron incluso el confinamiento, aislados del mundo pero sin poder escapar del destino que les aguardaba. Mientras afuera proliferaban las especulaciones sobre el estado de salud del escritor, él eligió la discreción y el recogimiento, gestionando sus visitas médicas lejos de la mirada pública. La enfermedad, lejos de doblegarlo de inmediato, fue un proceso gradual que le permitió reconectar con sus recuerdos, avivando en él un profundo anhelo de regresar a sus raíces.
Isabel Preysler lo sabía todo: la despedida ya estaba escrita
A diferencia de muchos que se enteraron de la gravedad del Nobel en sus últimos meses, Isabel Preysler llevaba años conociendo el desenlace. La noticia de su muerte no la sorprendió, aunque eso no significara que no le doliera. Fuentes del entorno confirman que la reina del papel cuché guardó un silencio sepulcral por respeto y discreción. Nunca reveló el secreto, ni siquiera cuando la separación acaparó portadas en medio de acusaciones cruzadas.

Para Vargas Llosa, la muerte no era una enemiga sino un destino que había aceptado con serenidad. “Me gustaría que la muerte me hallara escribiendo”, dijo en una entrevista en 2019. Y así vivió hasta el final: escribiendo, leyendo, recordando. Su rutina no cambió ni siquiera con el deterioro progresivo de su salud: una tabla de ejercicios, horas de escritura, lectura por la tarde y cena con familia o amigos. Incluso en sus momentos más frágiles, el escritor se aferró a la vida como se aferraba a la literatura. La enfermedad lo debilitaba, pero jamás pudo arrancarle el alma creadora. Isabel Preysler, desde la distancia, supo que ese era el final que él había elegido: lejos de los focos, pero cerca de lo que más amaba.