Joaquín Sabina ha decidido cerrar definitivamente las puertas de los escenarios. Lo hace a los 76 años, cuando todavía conserva la lucidez, el pulso creativo y la voz suficiente como para seguir llenando recintos. Precisamente por eso, porque siempre ha sido dueño de sus decisiones, ha preferido marcharse antes de que el cuerpo o el cansancio decidan por él. No hay derrota en su adiós, sino una elección consciente: dejar la música en directo en lo más alto y empezar a vivir con otro tempo.

Nunca ha escondido que su vida personal quedó muchas veces relegada a un segundo plano. Las giras interminables, los hoteles, las noches largas y el vértigo del éxito le hicieron perderse cumpleaños, ausencias que pesan más cuando los años pasan. Él mismo ha sido especialmente duro consigo: no se ha considerado un padre ejemplar ni un compañero fácil. Ahora, con los escenarios ya apagados, quiere recuperar lo único que el tiempo no devuelve: la presencia. Y en ese nuevo capítulo, hay un nombre que lo acompaña desde hace más de dos décadas: Jimena Coronado.
Joaquin Sabina está muy agradecido a Jimena Coronado
Sabina ha encontrado en ella la estabilidad que durante años se le resistió. No lo dice a la ligera. En más de una entrevista ha reconocido que Jimena no solo es su compañera, sino alguien que literalmente le ha salvado la vida en momentos críticos. Le ha salvado la vida en muchas ocasiones, como cuando sufrió el ictus en 2001. "¡Jime! ¡Llévame al hospital! No me puedo levantar...", gritó el cantautor en aquellos momentos trágicos.Por eso, pese a su conocida aversión a las bodas, decidió casarse con ella tras veinte años juntos. No fue un gesto romántico al uso, sino una decisión práctica y profunda: asegurarse de que ella estuviera protegida si él faltaba algún día.
La boda fue civil, discreta, casi clandestina, celebrada tras la pandemia y con muy pocos testigos. Uno de ellos fue Joan Manuel Serrat, amigo íntimo y cómplice de toda una vida. Nada de grandes celebraciones ni titulares buscados. Sabina nunca ha necesitado escenografía para los momentos importantes.
Su historia comenzó de forma inesperada en Lima. Jimena trabajaba entonces como fotógrafa para el diario El Comercio y acudió al hotel Sheraton para hacerle una sesión. Ambos tenían pareja en aquel momento y, aunque Sabina no era precisamente un ejemplo de fidelidad, aquella conexión no derivó inmediatamente en una relación. Hubo curiosidad, complicidad y una primera cita improvisada en un local nocturno que llegó de madrugada. Fue el inicio de algo que tardaría años en consolidarse.
Durante mucho tiempo mantuvieron el contacto a distancia. No era el momento. Hasta que un mensaje aparentemente inocente —una pregunta sobre un escritor al que ambos admiraban— sirvió de excusa para decir lo que no se había dicho: Jimena estaba soltera. Joaquín también. A partir de ahí, todo encajó.
Ella pasó a formar parte de su vida profesional como fotógrafa y representante, convirtiéndose en un pilar dentro y fuera del escenario. Hija de una figura muy respetada en Perú, Jimena creció en un entorno académico y exigente. Estudió en el Liceo franco-peruano, empezó Letras y acabó encontrando su camino en la fotografía, lo que la llevó a Nueva York.
Hoy, lejos del ruido de las giras, Sabina empieza a vivir una etapa distinta. Más silenciosa, más doméstica, menos brillante hacia fuera y mucho más valiosa hacia dentro. No se ha retirado de la vida. Simplemente ha decidido, por fin, quedarse.
