Hablar de René Descartes no suele sonar precisamente a ligereza ni a diversión, pero el filósofo tenía bastante claro algo que hoy sigue obsesionando a medio mundo: cómo demonios ser feliz. Y no, para él la felicidad no pasaba por acumular riquezas, likes o mansiones, sino por algo mucho menos vistoso y bastante más incómodo: pensar. Pensar bien, pensar a fondo y, sobre todo, pensar por uno mismo.

Descartes defendía que la felicidad no cae del cielo ni aparece por sorpresa en una cuenta bancaria. Para él, sentirse pleno era el resultado de un trabajo interno constante. Nada de golpes de suerte ni de placeres rápidos. La clave estaba en entrenar la mente, ordenar las ideas y aprender a tomar decisiones con cabeza. Muy poco glamur, sí, pero bastante efectivo.

Pensar antes de correr

El filósofo francés creía que la mayoría de los disgustos vienen de vivir en piloto automático. Por eso insistía tanto en la razón como brújula vital. En su famoso Discurso del método, Descartes deja claro que la felicidad aparece cuando uno entiende el mundo y se entiende a sí mismo, aunque eso implique dudar de todo primero. Para Descartes, cuestionarlo todo no era una crisis existencial, era el primer paso para vivir mejor.

Frans Hals retrat de René Descartes
Frans Hals retrat de René Descartes

Nada de dejarse arrastrar por impulsos o por lo que hacen los demás. La felicidad, decía, se construye cuando uno actúa con coherencia entre lo que piensa y lo que hace. Y sí, eso implica esfuerzo, errores y momentos incómodos. Pero también evita muchos dramas innecesarios que hacen que la vida de uno vaya a peor.

Emociones sí, pero con control

Otro punto clave de su pensamiento es que no proponía eliminar las emociones. No iba de convertirse en un robot frío. En Las pasiones del alma, Descartes explica que sentir es inevitable y necesario. El problema aparece cuando las emociones mandan más que la cabeza. Ahí es cuando llega el caos. Para él, la persona feliz no es la que no siente, sino la que sabe gestionar lo que siente. La razón no anula las pasiones, las ordena. Y cuando eso ocurre, aparece una satisfacción interna mucho más estable que cualquier placer momentáneo.

Así pues, René Descartes lo tenía claro hace siglos: la felicidad no se compra, no se presume y no se hereda. Se trabaja. Se piensa. Y se decide. Puede que no sea la receta más viral, pero sigue siendo sorprendentemente actual.