David Hume no hablaba de retiros espirituales ni de gurús con túnica. Su receta para no perder la cabeza era mucho más terrenal como leer, escuchar música, mirar arte y educar el gusto. Para el filósofo escocés, la paz interior no llegaba huyendo del mundo, sino aprendiendo a disfrutarlo mejor. Y cuanto más caótico parecía todo fuera, más importancia tenía entrenar la mirada por dentro.
Hume tenía claro que el carácter no se arregla a base de fuerza de voluntad ni discursos motivacionales. Se pule con hábitos. Con pequeñas dosis diarias de belleza que suavizan el ánimo y rebajan los impulsos más salvajes. No hablaba de elitismo cultural, sino de equilibrio emocional: quien cultiva el gusto, decía, aprende a reaccionar mejor ante la frustración y el ruido del mundo.
La belleza como antídoto contra el mal humor
En uno de sus ensayos más citados, Hume dejó caer una frase que hoy podría colarse en cualquier manual de bienestar: nada mejora tanto el temperamento como el contacto con la belleza. Poesía, música, pintura o buena escritura actuaban, para él, como un regulador emocional natural. No se trataba de escapar de los problemas, sino de ganar perspectiva. El arte, según Hume, educa la sensibilidad y rebaja la agresividad. Una persona acostumbrada a apreciar matices no reacciona con tanta ira ni con tanta ansiedad. La belleza no anestesia, afina.
Además, Hume creía que este entrenamiento del gusto hacía a las personas más resistentes. No más duras, sino más flexibles. Capaces de encajar golpes sin romperse. Algo que hoy llamaríamos resiliencia, pero sin necesidad de anglicismos ni discursos grandilocuentes.
Menos drama, más humanidad
Hume bebía de una tradición antigua que vinculaba cultura y virtud. Pensadores clásicos ya defendían que aprender artes “suaviza las costumbres” y frena la brutalidad. Para él, no era una teoría abstracta, era una observación práctica sobre cómo se comporta la gente. Quien se acostumbra a lo bello, decía, también aprende a convivir mejor. A escuchar, a matizar, a no reaccionar siempre con los puños por delante. El estudio no era un lujo intelectual, sino una herramienta para vivir mejor con uno mismo y con los demás.
En el fondo, David Hume proponía algo muy poco épico y muy eficaz: cuidar la mente como se cuida el cuerpo. Alimentarla bien, evitar la saturación y darle espacio a lo que eleva el ánimo sin excitarlo en exceso. La realidad es que su mensaje sigue teniendo sentido hoy. En un mundo acelerado y crispado, detenerse a leer, escuchar o contemplar no es perder el tiempo: es una forma silenciosa de recuperar el control. Así pues, para Hume, la paz interior no se compra ni se predica, se cultiva. Y empieza por aprender a disfrutar de la belleza sin culpa.
