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Charlène de Mónaco ha sido, durante más de una década, una presencia enigmática en el Principado. Y es que, desde su boda con el príncipe Alberto II, comenzaron a surgir dudas al verla afligida, llorando y con una expresión de resignación que dista mucho de la felicidad típica de las bodas reales de cuentos de hadas. Así, lo que parecía un enlace de ensueño en uno de los enclaves más exclusivos del mundo, ha ido transformándose en una historia marcada por secretos, pactos silenciosos y rumores explosivos, capaces de poner en jaque a la mismísima Casa Grimaldi.
Las sonrisas congeladas, las ausencias prolongadas de la ex nadadora olímpica y los rumores de una vida paralela no han dejado de alimentar las sospechas. Pero lo que realmente ha vuelto a sacudir los cimientos del Palacio del Príncipe es un rumor persistente y perturbador: la supuesta homosexualidad del soberano monegasco. Y lo más inquietante de todo es que la persona que mejor lo sabría, y que lo ha callado durante años, no es otra que su esposa.
En las últimas semanas, medios franceses han comenzado a desempolvar un episodio que data de 2003, cuando el príncipe Alberto fue fotografiado en el Festival Gay Escandinavo, en actitud más que cercana con dos drag queens. Aquel evento, que en su momento fue minimizado como una “anécdota”, ha resurgido con fuerza, sobre todo tras las revelaciones de fuentes cercanas al entorno real, que aseguran que el príncipe nunca ha sentido una preferencia exclusiva por las mujeres.
Estos informantes afirman que al hijo de Rainiero y Grace Kelly le interesa la atracción en sí misma, sin importar el género. Ahora bien, aunque en un entorno más abierto y moderno esa declaración sería vista con normalidad, en Mónaco, un territorio muy conservador y aferrado a los protocolos tradicionales del pasado, esa afirmación podría desencadenar una crisis institucional significativa. Charlène, por su parte, no solo habría sido cómplice forzada de este pacto silencioso, sino también víctima de una estructura que la obligó a guardar silencio ante la verdad de su matrimonio. Las infidelidades de Alberto han sido ampliamente documentadas, pero ahora todo apunta a que esos deslices podrían no haber sido solo con mujeres.
Pero Charlène no es una princesa cualquiera. Su rol ha sido mucho más estratégico de lo que muchos creen. A cambio de seguir representando a la familia Grimaldi y mantener la fachada del cuento de hadas, habría recibido promesas de protección, estabilidad y, por supuesto, acceso a un estilo de vida de realeza. Pero todo tiene un precio, y ese precio podría haber sido guardar uno de los secretos mejor protegidos de Europa.
Lo más escalofriante es que, si Charlène decidiera hablar, el Príncipe Alberto podría perderlo todo: la Corona, el respeto internacional y la estabilidad institucional de su diminuto pero poderoso Estado. Las leyes de sucesión colocarían entonces a Carolina de Mónaco como la principal candidata a ocupar el trono, una posibilidad que, según los rumores, no desagrada en absoluto a ciertos sectores del palacio. Las presiones sobre Charlène son cada vez más fuertes. Su estado emocional ha sido motivo de preocupación en más de una ocasión, y no faltan quienes aseguran que su “exilio” en Suiza y sus viajes sin Alberto no son casuales, sino parte de una estrategia para desmarcarse de un sistema opresivo y lleno de dobles moralidades.