El discurso del Rey del pasado día 24 fue un ejemplo de autoayuda, de ausencia de autocrítica, de palabras ritualmente reiteradas año tras año, con muchos puntos esenciales dejados de lado, sin mencionar. Los redactores gubernamentales del discurso presentaron a La Zarzuela un auténtico embrollo de lugares comunes, conceptualmente destilados del rancio conservadurismo de La Moncloa. Parecía, sin embargo, que el monarca se encontraba cómodo. Tampoco es nada extraño, cuando el mismo monarca requirió sólo del envío de un mail, rechazando la presencia física de la presidenta del Parlament, para comunicarle que Carles Puigdemont había sido elegido president de la Generalitat. Mal puede satisfacer toda la comunidad de intereses, sentimientos culturales, o de cualquier tipo, quien así se comporta.

Lo único que quedó claro -sin mencionar al pecador, pero sí el pecado- es la desafección de una gran parte de catalanes, como nunca ha habido en la historia contemporánea –tema según parece fútil a la hora de tomar decisiones- y la censura a cualquier movimiento que altere el statu quo. Todo, arreglado con el ya habitual ritornello que sin respeto a ley no hay democracia. Habría que recordar, sin embargo, que primero es el pueblo y después la forma legal que éste se da.

Debe ser por ello que en todo el discurso no apareció ni la palabra paro, ni juvenil ni de ningún tipo, ni la palabra corrupción, ni la expresión violencia de género. Ley y más ley, muchos (indefinidos) valores en común, sin mencionar a ninguno y, eso sí, mucha esperanza. Debe ser porque la esperanza es lo último que se pierde.

Hablar de ley en boca del monarca no deja de ser curioso, cuando la monarquía, en su breve reinado, se ha creado un privilegio expresamente personal

Hablar de ley en boca del monarca no deja de ser curioso, cuando la monarquía se ha dotado, en su breve reinado, de leyes que protegen a personas –su mujer, sus hijas, sus padres- que ni tienen ni pueden tener función constitucional de ningún tipo. Es decir, se ha creado un privilegio expresamente personal. Mal ejemplo para poner la ley al frente de los deseos regios.

No salió la palabra corrupción, ni las más benévolas de transparencia o buen gobierno –este último, derecho fundamental en la Carta Europea de Derechos-. Bien, tampoco salió Europa. Claro está, el partido del Gobierno está imputado, como partido, por delitos de corrupción y otros (manipular pruebas, por ejemplo) y más de un centenar de altos cargos del PP y de las administraciones que ocupa también están imputados. Algunos están siendo juzgados e incluso algunos ya han sido condenados más de una vez.

El vínculo entre corrupción y delito fiscal es obvio. Las tarjetas black son la muestra más fehaciente, donde los dos capataces, uno, exministro de Hacienda y vicepresidente del Gobierno, y otro, inspector de Hacienda y expresidente de lo que durante un breve periodo de tiempo fue la entidad bancaria mayor de España, han hecho muestra de pretendida ignorancia, arrogancia y cinismo en extradosis, dando un espectáculo de indecencia inimaginable.

Pero si de ley, corrupción y huida de la fiscalidad se tenía que hablar, la propia familia real está implicada en los Papeles de Panamá. Tema, por lo visto, como decía un tronado cómico chileno en los años sesenta cuándo la radio era la reina de las ondas, "nunca más se supo".

Hablando de leyes, cuando en su discurso el monarca habla del respeto a la ley como base de la democracia y acto seguido habla de no reabrir heridas, ¿se refiere al hecho de que tenemos que dejar de lado la Ley de la Memoria Histórica con lo que eso comporta? ¿Por ejemplo, que después de Camboya, España sea el país del mundo con más fosas con desaparecidos, esparcidas por todas partes y con la negativa oficial –salvo excepciones como en Catalunya- de recuperar dignamente a los antepasados que perecieron por la democracia?

Lo que resulta absolutamente impagable es que la estancia estuviera presidida por un retrato de Carlos III, el epítome del despotismo ilustrado

De todos modos, lo más importante según mi opinión, no es lo que el Rey dijera o dejara de decir. Es dónde lo dijo. Lo dijo en su despacho. Sobre la decoración y ciertos aspectos pretendidamente personales, como fotos, libros, elementos decorativos... ya se ha pronunciado gente que lo domina mucho más. Aunque, con perdón, tanto da. Tanto da si hubiera sido en una nave industrial o en un almacén abandonado.

Lo que resulta absolutamente impagable es que la estancia estuviera presidida por un retrato de Carlos III, el epítome del despotismo ilustrado. Eso permite entender de que no se hablara de ciudadanos como los únicos sujetos activos de la democracia y se hablara de españoles que siempre, según el discurso, tenían que cumplir alguna cosa.

En fin, oído y visto el mensaje de la noche del 24 de diciembre, lo importante no fue el discurso del Rey, sino el decorador del Rey. Radicalmente inefable. Feliz 2017. Nos lo merecemos.