El otro día en una comida de trabajo, un compañero de la universidad me preguntaba, con una mezcla de preocupación y de aparente admiración enternecedora: "¿No te desgasta mucho que te insulten tanto"? La verdad es que no me desgasta nada, que me insulten. La opinión de los otros me resbala hasta un punto que a veces me asusta.

El planteamiento de este libro que ha sacado Juan Soto Ivars, Arden las redes, por ejemplo, me parece una gilipollez. La idea de que es difícil tener y defender ideas propias porque tuiter está lleno de haters me hace partir de risa. Defender tu visión del mundo e incluso tener una propia era difícil cuando la Inquisición te podía quemar en la hoguera, o cuándo el Estado español te podía fusilar por sedición.

Lo que desgasta es callar mientras la gente va cantando hacia el matadero. Lo que desgasta es ver cómo se utiliza el miedo para disfrazar el mal de ética y de generosidad. Lo que desgasta no es que te llamen imbécil, sino sentirte imbécil. Porque nunca ves tan bien cómo es de limitada tu inteligencia como cuando tratas de conseguir que el amor y el talento prevalezcan por encima de la pedantería y las frases hechas.

No se ha estudiado lo suficiente hasta qué punto la sociedad de consumo surgida de la Segunda Guerra Mundial necesita estimular el miedo para que la economía vaya viento en popa y la gente obedezca. El gran hallazgo del capitalismo fue convertir las iglesias en supermercados, mientras los científicos y los políticos pronunciaban discursos contra la superstición y elogiaban las virtudes de la razón, la libertad y el pensamiento científico.

El miedo es el instinto más primario del hombre y es muy fácil explotarlo, sociabilizárselo y rentabilizarlo: sólo hay que encontrar una forma atractiva que pegue con los valores superficiales de cada época. Primero, el capitalismo descubrió que para asustar a la gente no había que ejecutar a los rebeldes en la plaza pública; después se dio cuenta de que tampoco había que montar guerras, había bastante que los pobres vivieran como los ricos para que tuvieran alguna cosa que perder.

Ahora, con los efectos de la crisis, se empieza a ver que tampoco hace falta que la gente vulgar tenga muchos bienes materiales. Es suficiente con agudizar el sentimiento de culpa y la hipersensibilidad para conducir la masa como un rebaño de corderos. La importancia que se da a las microagresiones, la utilización política de los traumas históricos y la mitificación literaria de la debilidad son ideales para que la gente se ponga la venda antes de la herida, sin necesidad de reprimirla.

El miedo destruye el valor de la experiencia y liga el pensamiento a los prejuicios y a los discursos de cariz buenista o hedonista. La neurociencia ha explicado muy bien cómo el hombre tiende, de forma natural, a evitar el conflicto y las emociones negativas cuando tiene que tomar una decisión. La pulsión natural del hombre es la huida hacia adelante y la rueda de la economía le estimula mientras los políticos hablan de cultura y de racionalismo.

Cuando se quiera entender la decadencia de Occidente habrá que recordar el poder psicológico que la contingencia tiene en las personas y como destruye la capacidad de pensar a largo plazo y de leer las situaciones de manera inteligente. Todos tendemos a sobrevalorar las cosas buenas del presente y a hinchar las consecuencias de los riesgos que no hemos tomado. Lo dice la neurociencia pero hay bastante con escuchar los discursos hegemónicos y mirar los resultados electorales para ver cómo se explotan estos sesgos.

Los estallidos de furia de las redes son un reflejo natural del valor comercial, político y cultural que hemos dado al miedo. Si no estás dispuesto a quedar como un imbécil para defender las cosas que amas, al final tu miedo o el de los otros irá vaciando de contenido todas las formas de tu vida. Y vale más pagar por tus errores o defectos que no por los del mundo, que no llevan tu firma y podrian ser los de cualquiera.