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1.- Me parece que Moscú sigue siendo un gran experimento, un experimento como lo era el Moscú de Guerra y Paz y como lo era el de la URSS. El sueño del comfort —más que el comfort mismo— siempre ha dado a los habitantes de este país una fuerza y una fe entrañable. Este comfort —imaginado de forma diferente, pero sentido con la misma devoción religiosa— lo persiguieron los aristócratas que hablaban en francés y los andrajosos que derrotaron a los nazis y se cargaron las iglesias ortodoxas. Ahora parece que lo busca la clase media. Como siempre ha pasado en la historia de Rusia, los sectores que empujan a la sociedad hacia el paraíso están dispuestos a soportar todo tipo de contratiempos y molestias. Moscú es como un monstruo boca arriba, toda la ciudad está en obras. Dicen que se preparan para el Mundial de fútbol del año que viene, pero la transformación de la ciudad no será como la de algunas capitales de Asia que, cuando cayó el muro de Berlín, eran cuatro cabañas o cuatro camellos. Modernizar Moscú puede costar un siglo. Incluso puede ser que cuando los moscovitas estén a medio camino tengan que volver a empezar. Pero esta gente no desfallece nunca ni se pone por poco manos a la obra. La iglesia del San Cristo Salvador, por ejemplo, hace una década no estaba. Estoy aturdido. He andado bajo el sol y bajo la lluvia, he quedado atrapado en un par de atascos, me he bañado en el río Moscova y me he reconciliado con el vodka. Todo eso en un solo día. La peluquería del lado de casa se llama Top Gun.

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2.- Antes de entrar en el Kremlin, hemos ido a ver a la momia de Lenin. Más de dos horas de cola por menos de tres minutos de visita. Lenin está impecable —la manicura perfecta, la barbilla bien cortada—; solo la mano derecha, que no le debían poder abrir en su momento, recuerda que morir no es agradable, y da un punto de crispación a la paz del cuerpo. Una decena de guardias repartidos por el mausoleo vigilan, indiferentes al frío de nevera, que nadie hable ni haga fotografías. Stalin es el único presidente que hay enterrado al lado del mausoleo que tiene rosas frescas en la tumba. En la cola, una chica con aire de votar a Ada Colau leía el Viatge a Rússia de Josep Pla. Los turistas que fotografiaban el cambio de guardia delante de la tumba del soldado desconocido tampoco hacían cara de ser amantes de la guerra. En la entrada del Kremlin que queda detrás del museo de historia hay un monumento ecuestre del general Zhúkov. En el otro lado chocas con una estatua de más de once metros de San Vladimir inaugurada el año pasado. En internet he leído que violó a su mujer antes de obligarla a casarse con él. Desde fuera, las cúpulas de las iglesias dan al Kremlin un aire de cuento de Walt Disney o de Las mil y una noches. Aun así, en el puente que sale de la plaza Roja está la fotografía de un político de la oposición que fue asesinado en el 2015, como para acordarte de que la leyenda siempre tiene más fuerza que la realidad. Desde allí se ve bien la iglesia de San Basilio. Dicen que Ivan el Terrible cortó la lengua al arquitecto que la construyó para que no se pudiera hacer otra igual. No sé si fue antes o después de matar a su propio hijo de un ataque de rabia o de arrepentirse —porque también hizo cosas buenas.

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3.- "No entiendo por qué la gente se marea tanto", me dice S. mientras vemos el barrio financiero de Moscú desde la terraza de un barco turístico que nos pasea por el río. "¿Tú has navegado?", le pregunto. "¿Ahora mismo navego, no?", me responde. Y sonrío porque recuerdo el espectáculo de vómitos y llantos que viví la última vez que fui a Ciutadella. El barco avanza suavemente, es imposible marearse. Los ríos visten a las ciudades de orden y de solemnidad; el mar tiende a darles una fiebre creativa, pero quimérica y caótica. A medida que nos acercamos al Kremlin, la estatua de un barco plantada en un banco del río nos recuerda que Pedro el Grande tuvo que hacerse construir una capital marítima para convertir Rusia en un imperio. El río es un ir languideciendo, un saber dónde morirás desde el inicio. En un río, si no aparecen cocodrilos, todo es estable y previsible. "El río de la vida", dice la gente que no sabe cómo salir de su sistema de obligaciones. El río es para nuevos ricos, como este barrigón que se ha hecho poner la mesa en la proa de la terraza del barco para impresionar a la chica. Un río en la ciudad lo endulza todo de artificio y convención, incluso los suicidios por amor y un edificio como el del Ministerio de Defensa, que impone tanto respeto. Desde el barco, Moscú parece más rica y más moderna, pero también un poco dormida. Desde aquí no diría que he visto a una chica a caballo, galopando contra dirección, por el arcén de una de estas autopistas que atraviesan la ciudad. El río tiende a envenenar la vida de interés y pragmatismo; en el barco hay una alegría de música de acordeón y una tristeza teatral y contenida. En el mar no hay límite y por lo tanto nada es seguro. En el mar las cosas pueden complicarse a toda prisa, pero justamente porque todo es más intenso, si quieres sobrevivir tienes que vigilar que no te den gato por liebre.

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4.- Lo que me gusta más de los museos es observar cómo las chicas se ponen ante los cuadros. Esta sensación que dan de ser poseídas por una obra de arte me hace mucha gracia. Últimamente cuesta encontrar escenas tan poéticas porque los museos están llenos de chinos con el móvil. Pero aquel momento en el cual una mujer intima con un cuadro o se pasea por una sala llena de grandes pintores como si fuera una modelo o discute con una amiga un detalle de la obra de algún artista con aire de gravedad científica me pone muy contento —quizás porque no lo he visto nunca en un hombre y me hace creer en el poder transformador del arte—. Las mujeres que valen la pena tienen fuerza y, ahora que son libres, para quemar energía y poder estar de buen humor o bien necesitan tomar mucho el sol o bien necesitan llevar a cabo una gran actividad intelectual. El Hermitage me hacía una ilusión especial, pero de todos los grandes museos que he visitado es lo que me ha gustado menos. La exposición de Matisse se merece un viaje y la muestra de mobiliario es la mejor que yo recuerdo. Fuera de eso, los cuadros están mal iluminados y hay un amontonamiento de obras mediocres infumable. Aunque hay un retrato de Olivares que capta muy bien la oscuridad del personaje, los pintores españoles del siglo de oro dan menos miedo de lo habitual. Además, el personal del museo es antipático y recuerda la decadencia de la URSS. S., que cree en la cultura, ha quedado consternado al ver cómo su obra preferida, la Madonna Litta de Da Vinci, era asediada por un grupo de chinos. Su frenesí enrarecía tanto el ambiente que hemos especulado si esta gente consume un extra de oxígeno. El Palacio es impresionante. Es tan grande que, hoy, un zar se movería con segway y las criaturas de los cortesanos llevarían localizador. Los interiores ayudan a comprender la revolución y los sesenta años de comunismo. Ante una exhibición de lujo tan exagerada es posible llegar a creer que el oro y la belleza la regalan y se pueden repartir a partes iguales, como una barra de pan.

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5.- El padre de S, que es un hombre directo y hecho a sí mismo, lo resume así: "En San Petersburgo se vive mejor, pero en Moscú se puede ganar mucho más dinero." Solo mirando los coches que circulan por la calle ya se ve que tiene razón. En Moscú llegamos a ver un Aston Martin rosa con diamantes. San Petersburgo es una ciudad sentimental, un poco de pastelería, como todas las capitales diseñadas por el despotismo ilustrado. Al lado de San Petersburgo, parece que los moscovitas no tengan escrúpulos, seguramente porque sus sentimientos tampoco tienen un pasado ni un entramado urbano, ni unas piedras tan sólidas para descansar. En Moscú da la impresión de que todo el mundo se levanta dispuesto a todo para hacerse rico. Aquí la gente parece más ingenua y sencilla. Cuando oscurece, los músicos tocan en los alrededores del Hermitage aplaudidos por grupos de jóvenes que quieren cambiar el mundo. Mientras tanto el puente del palacio —que diseñó un catalán— se alza a ritmo de música clásica. La historia de San Petersburgo resiste todas las maldades, incluso el comunismo y los cambios de nombre. El brutalismo es más contenido y queda en las afueras. La mayoría de edificios están viejos pero conservan su encanto. El metro es más bonito que el de Moscú, y menos petulante, aunque tiene la estación más profunda del país. En lugar de pagar con una tarjeta, insertan una ficha que simula una moneda vieja, como un homenaje al pasado. La ciudad incluso tiene una resonancia hanseática. El pequeño comercio está más vivo, hay tiendas de té y aceite de oliva. El tren de alta velocidad que conecta con Moscú funciona bien. Las chicas hacen cara de leer y te piden que les ayudes a subir y bajar el equipaje con un cierto British style. Detrás mío tenía un setter inglés tan bien adiestrado que parecía salido de Westminster.

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6.- Una forma fácil de hacerse una idea de cómo debió ser San Petersburgo cuando Pedro el Grande decidió erigir la capital de Rusia, es visitar el Palacio de Verano de los Romanov. Ubicado delante del golfo de Finlandia, a 29 kilómetros del Palacio de Invierno, el conjunto de jardines y bosques que amenizan el conjunto contrastan con la playa de aguas casi pantanosas que recibe al turista cuando llega en el barco. Según dicen las crónicas, cuando el zar conquistó el territorio a los suecos toda la costa era una marisma inmensa. Mirando el mar parece que, en cualquier momento, un barco fantasma con las velas rotas tenga que irrumpir a cañonazos en medio de la niebla. El encantamiento del paisaje da una idea clara de la sangre que debió costar construir un espacio tan bello en este lugar. El Palacio, los jardines, las fuentes, los laberintos y los arroyos hacen pensar en marquesitos y marquesitas persiguiéndose por los caminos y jugando con los pájaros y las libélulas. El abuso de dorados te recuerda que el sol es escaso, aunque el cielo gris parece suave y agradable. Cuando volvimos a la ciudad fuimos a ver la escultura ecuestre que la zarina Caterina hizo alzar en recuerdo de Pedro el Grande. El padre de S. dice que, cuando estudiaba en la academia militar, los oficiales limpiaban los huevos del caballo para que quedaran de un dorado brillante. Ahora están bien negros. En el parque, mientras leíamos las noticias sobre el atentado, hemos encontrado a una chica jugando con una serpiente que llevaba en torno al cuello. Como le ocurre a Barcelona, San Petersburgo está llena de animalistas y bohemios. En Moscú la serpiente se la hubieran zampado a la brasa. Pedro el Grande la habría pisado con el caballo. Ahora me sabe mal no haberla fotografiado, cuando ha visto a la chica he pensado: "Mira, Occidente jugando con fuego". Ahora se verá si los catalanes nos hemos hecho mayores.

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7.- La última vez que fui en el coche cama de un tren fue ya hace muchos años en París. Estava sentado en la mecedora de mi piso de El Masnou leyendo Proust y me llamó Sostres. Me dijo que tenía dinero para gastar y que si le quería acompañar a Disneyland para ayudarle a realizar el dispendio. Le dije que estaba traumatizado por el 11-S y que ni de coña cogía un avión. Así fue que fuimos a París en tren. Cogimos una cabina de primera con ducha y cena. Dormimos poco, porque bebimos whisky en el restaurante del tren hasta que nos echaron. Por la mañana llegamos a la estación de Austerlitz, dejamos las maletas en el Costes y, después de comprar unos volúmenes del Pequeño Nicolas en el Fnac de les Halles, fuimos a comer al Laserre. Fue un viaje bonito que algún día contaré. Después de comer bajamos por los Champs Elisees como dos campeones. Me veo cogiendo las Tulleries con la digestión pesada. Me acuerdo de todo esto en la litera de un tren ruso, mientras intento soportar los ronquidos de los vecinos. También intento olvidar que el aire de la cabina está enrarecido como si una multitud de chinos estuviera consumiendo el oxígeno. He salido al pasillo pero molestaba a las azafatas, que son de un gordo soviético y llevan la hoz y el martillo en el sombrero del uniforme. Ya sé qué quiere decir la expresión pasar la noche en blanco. Hace referencia a la recurrencia de los pensamientos que te vienen a la cabeza cuando no puedes dormir. Algunos no podría contarlos sin provocar un escándalo a miles de kilómetros. Por lo tanto hablaré de la sauna que, si estoy entero, me espera mañana. Aquí la ponen a más de cien grados y entran y salen para comer carne y beber vodka. Solo me faltaría coger un corte de digestión o quedarme dormido y acabar como un pollo asado. Ahora llueve. Faltan más de tres horas para llegar. Pienso: "Si tuvieras novia estarías follando en un hotel de 5 estrellas". Suerte que la música del iphone suena bien: "Oh Nikita you will never know, anything about my home. I'll never know how good it feels to hold you. Nikita I need you so".

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8.- Al bajar del tren nos esperaban el primo del padre de S. y un amigo suyo que conducía un Chevrolet negro de cristales tintados. Hemos desayunado en un burguer y nos han paseado por la ciudad con la música del coche a todo trapo. Entre el paisaje y la música de rap parecíamos un grupo de Latin Kings patrullando por un suburbio americano. Hacía calor y detrás íbamos bastante apretados. La ciudad, que está a 1.500 kilómetros de Moscú, es un conjunto de casas de pisos hechas de madera, diseños aluminósicos de la época soviética y bloques de colores de estos que se ponen en los suburbios. Como no hay mucho trabajo una de las últimas novedades es la apertura de una escuela militar para niños. Las carreteras están llenas de baches, seguramente porque el frío y la humedad no ayudan a conservarlas. De los cinco yo era lo único que no sé ruso y dentro del coche me sentía un poco secuestrado. Ahora parábamos en casa de alguien, ahora salíamos a pasear por la orilla del lago, ahora entrábamos en una gran superficie con olor de cartón húmedo. Cuando me han hecho bajar para adentrarnos en un caminito de bosque que llevaba a un mirador llamado La silla del diablo, S. ha dejado caer: "Es el típico lugar donde la KGB te mete un tiro en la nuca". Finalmente, cerca de la hora de comer, he entendido que habíamos estado haciendo tiempo para que el dueño de la dacha donde ahora estamos viniera a recogernos. Hemos aparcado en una zona un pelín más arreglada y ha aparecido un Audi todoterreno. Enseguida, se nos ha dicho de pasar las mochilas y las bolsas de comida que habíamos comprado al otro portamaletas. El chico del Chevrolet se ha despedido y del Audi ha salido un hombre bajo y rechoncho, con aire de marinero del Potemkin. Iba con un niño hablador, que es hijo suyo y que debió tener entrados los 50 años. El hombre me ha dado el pésame por los atentados de Barcelona y el padre de S. me ha dicho con una sonrisa misteriosa: "Tú siéntate delante".

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9.- Con un 4x4 —he pensado—, como mínimo iremos seguros. He recordado que el chico del Chevrolet llevaba tatuajes y conducía sin cinturón. Entonces el coche ha arrancado como si estuviéramos en un rally. Repantingado en el asiento del conductor como si jugara con un videojuego en el sofá de casa, el anfitrión agarraba el volante con una mano, mientras removía el cuadro de mandos con la otra y adelantaba todo cuanto coche se le ponía delante. Cuando tardaba en hacer un adelantamiento, su hijo, que no callaba, lo espoleaba: "Papá, ¿por qué vas tan lento?!". Todo el mundo reía, menos yo, supongo que porque no soy ruso. El coche se ha pasado más rato en el carril contrario que en el suyo. Cuando no avanzaba, el coche iba por el medio de la carretera como si fuera suya. El sistema de infrarrojos que tiene el Audi para avisar de las distancias peligrosas no paraba de pitar. Nos hemos detenido a comprar una sandía en un chiringuito solitario que había en un lado de la carretera, y el niño se ha subido al asiento del conductor y ha empezado a mover el volante de forma frenética. No he saltado del coche porque el consulado español quedaba demasiado lejos. No he dicho de volver a la ciudad haciendo autostop porque aquí no saben inglés. El sueño que tenía, fruto de la noche en blanco, no ayudaba a ver la situación con optimismo. Para consolarme, pensaba en la ternura con que aquel hombre trataba a su hijo: seguro que no lo quería poner en peligro. Entonces hemos llegado a la dacha, he visto el lago, el jardín y la sauna y me he calmado. Bueno, con la ayuda de un sorbo de vodka que el padre de S. me ha dado.

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10.- El anfitrión con vocación de Fittipaldi es un hombre incombustible, igual que su hijo, que no calla nunca. Desde que estamos aquí no lo he visto descansar. Cuando no corta leña, cuida el jardín, prepara la barbacoa, habla por teléfono, pone a punto la sauna o juega con su hijo. Los juegos suelen tener un fondo didáctico. Le enseña a dar puñetazos utilizando su estómago de saco de boxeo, la ayuda a hacer ejercicios de gimnasta sobre las escaleras del embarcadero, sube con él en el coche. Hace gracia ver a un hombre tan bregado, riendo todo el rato. Tiene una risotada ruidosa que es como un aplauso a la vida. De joven trabajó en un barco de pesca en el mar Báltico. Después participó en una expedición científica en la Antártida. Cuando la URSS cayó ganó dinero importando coches de Alemania. Ahora no sabemos qué hace. Sin la barrera idiomática quizás lo descubriría. Es extraño estar rodeado de gente que no sabe inglés. Igual de extraño que estar en un sitio tan bonito sin plato de ducha —suerte del lago— ni inodoro —hacemos las necesidades en una fosa séptica que huele infernal—. A pesar del idioma, reímos diciendo que en América no hay más que sifilíticos. Reímos cuando no aguanto el calor de la sauna y le digo: "Catalunya down Russia up". Nos reímos porque ayer, cuando encontré la cama, me puse a roncar tan fuerte que se oía en toda la dacha. A la hora de cena preguntó por Catalunya, pero solo quería saber qué imagen tenemos de Rusia. Como nosotros, los rusos están pendientes de lo que se dice de su país porque saben que eso afecta a su vida concreta. Hablando del lago dice que vivir bien es importante pero que es mejor tener una buena vida. También me dice que vale más no meterse en política. Yo sonrío mientras pienso en las banderas que tiene en casa, en la camiseta de la selección de su país que lleva puesta, y en los cazas del ejército que se oyen pasar de vez en cuando por encima del lago. Su manera de conducir me recuerda que en este país no hay demasiadas libertades pero que la gente se las toma con las pequeñas cosas. Y que, para muchos hombres rusos, el coche es como el caballo. Rusia es el Far West de los europeos y aquí se ve muy bien.

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11.- Hemos llegado a Moscú después de 15 horas de tren y dos días sin ducharnos. El lago debia estar limpio porque no me picaba nada. Cuando nos preparábamos para comer la abuela de S. se ha presentado en casa. Es una profesora de ruso, su marido fue el jefe de prisiones de una república de estas que acaban con kan. Pasa de los setenta y para llegar ha tenido que tomar un tren y dos autobuses. Mi abuela sufría porque mis hermanas no estaban bautizadas y esta señora sufre porque su nieto no domina el ruso. Para hacerlo practicar ha empezado a preguntarme cosas. Hemos acabado teniendo una conversación sobre política no apto para menores de edad. Le debo haber caído bien porque me ha regalado un tarro de miel de Siberia. Después la hemos dejado en el metro y hemos visitado el museo Pushkin de arte moderno. Por suerte no había chinos, los cuadros estaban bien iluminados y las salas no parecían un bazar de todo a cien. Hemos visto a Van Gogh, que chupa la energía de todos los artistas que le ponen alrededor; Miró, que siempre fue un niño; Gauguin, que tenía más imaginación que Robert Louis Stevenson y pintaba como si escuchara a Bob Marley; Renoir, que era un sentimental enamorado de las señoras; Manet, que sabía describir la vida social con la misma gracia que describía la niebla o las flores; Kandinski, que intuyó de la arquitectura de Moscú antes de que Europa perdiera la inocencia; Picasso, que todo lo pintaba bien, incluso los cuadros más descarnados; Matisse, que tiene una melancolía que no falla nunca, y Delacroix, que me ha recordado la fiebre revolucionaria de A. A diferencia del Hermitage, casi todos los cuadros eran buenos. En cambio, no he visto a ninguna chica dejándose extasiar por un artista —quizás estaba demasiado ocupado mirando los cuadros, o es que estoy ya demasiado muerto de sueño—. Antes de volver a hacer la maleta hemos ido a comprar vodka y caviar. En el garage del súper, unos mecánicos han arreglado la rueda de nuestro Mercedes que había perdido aire. Como ya he dicho, en esta ciudad sin coche no eres nada.

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Escribo en el trayecto hacia el aeropuerto, que en coche moscovita son 45 minutos. El viaje se acaba. La gente se marcha para olvidar los problemas o para tomar distancia. Algunos esperan que las cosas se resuelvan solas —como Rajoy—, otros esconden la cabeza bajo el ala esperando que el peligro se canse de esperar y se vaya —como si el peligro no fueran ellos mismos—. Aunque tengo fama de idealista, mi visión de las cosas es bastante cruda y si viajo menos que la media quizás es porque, aunque lucho los partidos hasta el final, no necesito hacerme muchas ilusiones para estar contento. Si me tomo la molestia de marchar es por el mismo motivo que leo, para coger ideas que me ayuden a escribir y para tener recuerdos que me permitan tener conversaciones agradables. Siempre me hace gracia conocer a gente que ha estado en medio mundo y no tiene ni cinco minutos de conversación. Pienso: ¿"Qué cojones ha ido a hacer tan lejos?" Con Skype e internet, viajar da más pereza y mantener la pereza a raya también es una buena razón para marcharse. Pero el hecho es que acabar un viaje siempre me gusta más que empezarlo. No recuerdo nunca haber estado en un lugar y decir: "Ostras, ahora me quedaría unos días o unos meses más". Me pasa con los viajes como me pasaba con las farras de adolescencia. Cuando ya nos lo habíamos dicho todo, siempre había un momento que algún amigo del grupo decía: "¿No creéis que nos falta una gin-tonic?". Era famoso que yo respondiera: "A mí solo me falta la cama". Me gusta volver a casa. Sobre todo me gusta el primer silencio cuando abres la puerta. Llego con los ojos llenos de postales nuevas, con una excitación que me recuerda el día de Reyes, cuando llegaba a casa y me encerraba en la habitación después de pasar el día fuera recogiendo los regalos de los abuelos y los tíos. Llego con el agradecimiento de volver entero y de reencontrar una guarida que me gusta y que, si Dios quiere, me arreglaré. A veces pienso que viajo para poder hibernar. Como los osos y las ardillas. Y para sentirme normal y volar con la gente. Me gusta volar solo, pero abusar de la naturaleza es vicio, y los vicios aíslan y son de viejo. La gracia es mantenerse en los límites de la creatividad y el dinamismo. Y nunca dramatizar.