Leo que George Michael falleció tranquilamente en su casa el día de Navidad. Aunque nunca habíamos tenido su música tan al alcance, aunque siempre nos quedarán las listas de Itunes y del Spotify, George Michael me ha venido a recordar que las épocas nunca acaban de morir hasta que no lo hacen sus artistas.

Poco a poco, los creadores de nuestros himnos nos van abandonando. En las discotecas ya no se puede fumar. Mi manera de bailar seguro que ha pasado definitivamente de moda. Ahora que George Michael nos ha dejado, las noches que perdí intentando ligar a oscuras todavía me parecen más absurdas.

El hambre de África es la única cosa que no debe haber cambiado. Cuando bailábamos Faith, o incluso cuando bailábamos Freedom, follar todavía significaba alguna cosa. La gente se casaba, o aspiraba a encontrar un amor para toda la vida. El Muro de Berlín había caído y, excepto la independencia de Catalunya, todo era posible -o lo parecía.

Había alguna cosa encantadora en la proeza de explorar la tráquea de una chica con un hit de temporada por banda sonora. Aquellos ejercicios espeleológicos conectaban con el espíritu de un mundo que no tenía prisa porque creía que siempre lo iba a tener todo pagado, y que se podía entretener con el anecdotario de cada emoción.

Quizás, para no sentirme viejo, debería cambiar los gustos musicales. Mientras escribo eso, una amiga me manda la canción de un grupo que dice que me va a gustar. Podría hacer como Bernat Dedeu y aficionarme a la ópera, o a las sonatas de Chopin y de Beethoven, pero no sé si todavía estoy a tiempo.

Igual que pasa con las mujeres, la música tiene que pillarte por sorpresa, no se puede separar de la fuerza que hace falta para soñar y mantener la guardia baja. Las canciones tienen una magia embriagadora cuando son nuevas, después sólo sirven para justificarse, para emborracharse o para llorar.

George Michael salió de un mundo de cabelleras perfumadas, combinaciones vistosas y sonrisas limpias y juveniles, de anuncio de dentífrico o de político norteamericano. Lo escuchábamos con la misma intensidad que él componía: con el candor de creer que el talento no se gasta y que es posible vivirlo todo a flor de piel, sin calcular ni protegerse. Como si sólo el SIDA pudiera matarnos.

Los últimos años han sido una carnicería para mi música, y especialmente el 2016 que empezó con la muerte de Black. No sabría decir si mis artistas se mueren jóvenes, o es el final de una manera de amar el mundo, que se los lleva por delante.