Muchos de nosotros fuimos instruidos en la doctrina que explicaba la Hispania romana como la culminación de la obra unificadora de la patria común. La historiografía nacionalista española, la fuente que saciaba el sistema de instrucción -el Florido Pensil-, explicaba que Roma -al alba de nuestra era- tomaba el relevo de celtas y de íberos -a los tartesios, a los fenicios o a los vascos, por citar algunos ejemplos, ni se los mencionaba- y materializaba la sagrada unidad española plenamente integrada en la obra civilizadora de la loba capitolina. Nada más lejos de la realidad. La conquista romana no fue una fiesta de las culturas con música de verbena. Roma impuso su sistema político, económico y cultural sin concesiones. Pero en cada territorio lo hizo de forma diferenciada. Observando -con interesada atención- las diferentes realidades culturales que devoraba: los Conventus.

El Conventus

En latín el término conventus significa lugar de encuentro. Los conventus eran, inicialmente, unas asambleas permanentes que reunían a las élites de los conquistadores y de los indígenas. Aparentemente para discutir aspectos relacionados con la ocupación militar. Y en la realidad para pactar la progresiva integración de las élites indígenas al aparato colonial romano. Un instrumento de dominación, de represión y de aculturación que -paradójicamente- tenía el propósito de beneficiar a las dos partes. Las aristocracias autóctonas participaron entusiasmadas. Y no es ironía. Desde un inicio el aparato colonial romano de Tarraco -la primera capital romana en territorio peninsular- se nutrió de funcionarios de la metrópoli y de elementos de las oligarquías nativas. Tarraco, la punta de lanza de la romanización peninsular, fue también el principio del fin de las culturas indígenas.

La península bajo el imperio romano

El Conventus Tarraconensis

Posteriormente los conventus se convirtieron en una división territorial. La provincia romana equivalía al concepto contemporáneo de región. Y el Conventus al de provincia. Todo bajo las garras de la loba capitolina. La provincia Tarraconense fue fragmentada en siete Conventus. En el trazado divisorio la administración colonial romana se fundamentó en las realidades culturales previas a la conquista. Unidades culturales que compartían lengua e historia. Y el Conventus Tarraconensis -una de las siete fracciones- dibujaba -con una precisión sorprendente- el mapa del territorio que siglos más tarde -en plena Edad Media- sería el Principat de Catalunya y buena parte del País Valencià. Dentro de los límites del Conventus Tarraconensis los romanos metieron a las naciones norte-ibéricas del territorio comprendido entre los Pirineos y el valle del Xúquer, y entre el Mediterráneo y el valle del Segre.

Tarraco, la ratonera

El modelo urbi et agri (ciudad y campo) era la particular forma romana de entender la relación con el territorio. Y eso significa que no contemplaban ninguna otra manera de vivir que dentro de las murallas de la ciudad o dentro de los límites de la villa -la explotación agro-ganadera que alimentaba a la urbe. Ciudad y villa se convirtieron en instrumentos de control, de dominación y de aculturación, en un esquema que se repetía por todo el imperio de la loba capitolina. La población indígena -los norte-ibéricos- fueron invitados a abandonar sus pueblos y a desplazarse a las ratoneras romanas. En ocasiones amistosamente -los intereses de clase de sus oligarquías- y en otros con el fuego como elemento reactivo. El precio de la derrota. Tarraco, con sus edificios monumentales y sus tragedias personales, se convirtió en el gran panteón de la cultura norte-ibérica.

Tarraco, la capital

Tarraco, convertida en capital conventual y provincial, se llenó de funcionarios procedentes de la metrópoli -de Roma y del sur de la bota italiana-, que sumados a los militares y a las oligarquías indígenas le daban un aire cosmopolita. Pero lejos de la idílica relación que presenta la historiografía nacionalista española. El tránsito fue pesado. Los funcionarios romanos -civiles y militares- y las aristocracias norte-ibéricas- se convirtieron en la élite urbana. Que equivalía a decir conventual y provincial. Los matrimonios se convirtieron en el instrumento necesario -y recurrente- para solidificar alianzas familiares que competían por el poder. Con todos los medios y con todos los recursos a su alcance. Los legales y los ilegales. Los morales y los inmorales. Cuándo se afirma que Tarraco era una fiel reproducción a escala de Roma, se hace referencia también a estas cuestiones.

La ciudad de Tarraco

Tarraco, la industrial

Roma tenía un curioso sistema de pensiones. Naturalmente reservado a los funcionarios públicos. Del ramo de la guerra. Los legionarios jubilados -los veteranos- recibían su pensión en especies. Que quiere decir que se los obsequiaba con la propiedad de una extensa parcela de terreno -que previamente había sido confiscada- con el objetivo de convertirla en una explotación agraria. Las villas -las explotaciones agrarias- se convirtieron, también, en centros de producción de aceite y de vino, y a su sombra creció espectacularmente la industria de fabricación de ánforas. Hornos que, más adelante, se diversificarían hacia la tejería y hacia la cerámica. Una potente actividad impulsada por comerciantes de la metrópoli afincados en Tarraco que, junto con los veteranos, se convertirían en una especie de burguesía mercantil. El equivalente a las clases medias actuales.

Tarraco, la jornalera

Los romanos tenían una curiosa etiqueta. Referida a los modos y a las formas. A los "invitados" a la vida urbana se les reservó un papel marginal. La masa norte-ibérica pasó a ocupar la base de la pirámide social, política y económica de Tarraco. Y por extensión del conventus. Como asalariados o, incluso, como esclavos. El desarraigo inicial contribuyó poderosamente a la pérdida de la cultura propia. Pero no de la identidad, que quedaba asociada a la condición de clase. La lengua norte-ibérica desapareció en pocas generaciones. Pero el latín de la calle que surgió, lo hizo -por influencia de la vieja lengua madre- con unos matices propios que lo convirtieron en un dialecto singular. El poder de la cultura popular que en el caso del Conventus Tarraconensis acabaría abarcando todos los rincones del territorio y todas las clases sociales. Tarraco, foco de irradiación de la romanidad.

Aquellos primeros 'catalanes'

Si tuviéramos la ocasión de escuchar una conversación en el foro, el circo, el teatro o el anfiteatro de Tarraco no entenderíamos nada. Pero la fonética no tan sólo no nos parecería extraña, sino que nos resultaría muy familiar. Aquel latín vulgar – de la calle, del taller, de la barca- de Tarraco, de Barcino o de Valentia es la raíz más remota de la lengua catalana actual. Al menos, una de las raíces. Revivirlo no es posible. Pero en cambio es posible revivir una enriquecedora experiencia inmersiva en la Tarraco iberoromana.

En Tarragona, los arqueólogos David Bea y Jordi Vilà -en colaboración con la Universitat Rovira i Virgili- ofrecen un paquete de actividades participativas que se pueden contratar a través de la página www.iberapt.com. También los gestores culturales Sebastiano Alba y Eduard Soler ofrecen un interesante programa que combina historia, antropología y ecología, que se puede contratar a través de la página www.pontdeldiabletarragona.com. Un viaje de 2.000 años. Una inmersión en la cotidianidad de aquellos primeros catalanes. Si se les puede llamar de esta manera.