Stephen Hawking no hablaba de felicidad como quien vende una postal motivacional barata. Lo hacía desde un lugar mucho más incómodo y, por eso mismo, más potente. Su famosa frase sobre mirar a las estrellas no iba de sueños naïf ni de positivismo hueco: iba de no rendirse cuando todo parece perdido, incluso cuando tu propio cuerpo decide jugarte en contra.
Hawking convivió durante décadas con una enfermedad que, sobre el papel, debía haberle condenado al silencio. Y sin embargo habló más alto que nadie. No desde la épica solemne, sino desde la ironía, la curiosidad y una inteligencia afilada que jamás pidió compasión. Para él, la felicidad no era estar bien, sino seguir pensando cuando parecía imposible hacerlo.
La felicidad no está en el suelo, está en el cielo
Mirar a las estrellas, decía, era una forma de no quedarse atrapado en la miseria cotidiana. No hablaba solo de astronomía, sino de actitud. De no vivir encorvado por los problemas, por el miedo o por la rutina. Hawking defendía que el mayor error humano es creer que la vida se reduce a lo que tenemos delante de los pies.

Mientras muchos se obsesionan con lo que les falta, él insistía en lo que aún podía hacerse. Y lo decía sin edulcorar nada. La vida es dura, injusta y a veces cruel, sí. Pero siempre queda margen para la curiosidad, para aprender algo nuevo o para desafiar lo que parece escrito. Esa era su versión de la felicidad, la de seguir jugando la partida aunque el tablero esté roto.
Ser curioso como acto de rebeldía
Hawking convertía la curiosidad en un acto casi revolucionario. Para él, preguntar, investigar y no conformarse era una forma de plantarle cara al destino. Donde otros habrían elegido el lamento, él eligió el asombro. Donde otros miraban el reloj, él miraba el universo. No hablaba de ser feliz todo el tiempo, ni falta que hacía. Hablaba de no renunciar a la posibilidad de hacer algo valioso, por pequeño que fuera. Incluso en los peores días. Incluso cuando el cuerpo no acompaña. Incluso cuando el mundo parece avanzar sin ti.
Stephen Hawking no prometía felicidad eterna. Prometía algo mejor: sentido. Y lo hacía con una frase simple, directa y demoledora. Mira hacia arriba. Porque mientras sigas mirando a las estrellas, todavía no estás acabado.