Sigmund Freud no hablaba de felicidad como quien vende una taza con frase motivacional. El padre del psicoanálisis lo tenía claro y lo soltó sin anestesia: si odias lo que haces cada mañana, lo demás importa poco. Ni viajes, ni dinero, ni relaciones perfectas. Para Freud, la felicidad empieza cuando el trabajo deja de ser una condena diaria y pasa a tener algún sentido, aunque sea mínimo.

Y es que Freud sabía bien de lo que hablaba. Pasó media vida encerrado entre libros, pacientes y obsesiones ajenas, escuchando miserias humanas durante horas. No era precisamente un influencer del bienestar. Pero aun así defendía que el trabajo, cuando conecta con algo interno, puede convertirse en una fuente real de equilibrio. No placer constante, ojo, sino algo más estable: satisfacción.

Trabajar sin sentido es el verdadero castigo

Freud tenía claro que levantarse cada día para hacer algo que se detesta acaba pasando factura. Ansiedad, frustración, rabia contenida. Todo eso, decía, se filtra luego en la vida personal. Por eso colocaba el trabajo en el centro del bienestar emocional, muy por encima del éxito social o del reconocimiento externo.

Sigmund Freud LIFE

No hablaba de amar cada minuto de la jornada ni de vivir en éxtasis profesional. Hablaba de sentir que lo que uno hace no es absurdo. Que tiene una lógica interna, una razón de ser. Incluso el esfuerzo, incluso el sacrificio, si están alineados con algo propio, pesan menos. Cuando no lo están, el cuerpo y la cabeza lo acaban pagando.

Freud no prometía felicidad, prometía estabilidad

Aquí viene la parte menos vendible y más real. Freud no decía que el trabajo te haga feliz todo el tiempo. Decía que evita que seas profundamente infeliz. Y eso ya es mucho. Porque cuando el trabajo encaja, aunque sea a ratos, se convierte en un ancla frente al caos emocional.

La idea era simple y demoledora: sin una relación mínimamente sana con lo que haces cada día, es imposible construir una vida equilibrada. Puedes distraerte, compensar, engañarte durante un tiempo. Pero tarde o temprano, la insatisfacción sale a la superficie. Así pues, Freud no hablaba de sueños laborales ni de vocaciones épicas. Hablaba de supervivencia emocional. De no odiar tu propia rutina. De encontrar algo que te permita mirarte al espejo sin sentir que estás traicionándote ocho horas al día. Y visto así, su frase sigue siendo incómodamente actual.