Jean-Paul Sartre es uno de esos nombres que parecen encarnar una época entera del pensamiento moderno: el existencialismo, la filosofía de la libertad, la responsabilidad radical del individuo. Su obra influyó a generaciones, y su figura se eleva hasta hoy como uno de los intelectuales más discutidos del siglo XX. Sin embargo, tras la imagen poderosa del filósofo que proclamaba que “el hombre está condenado a ser libre”, se oculta una historia humana mucho más frágil, marcada no solo por ideas densas sino también por fragilidades físicas que terminaron por redefinir sus últimos años de vida.

Nacido en París en 1905, Sartre fue precoz en su pasión por la filosofía y la escritura, pero su cuerpo no siempre estuvo a la altura de su mente inquieta. Desde muy temprano sufrió problemas de visión que lo acompañaron toda su vida: a los cuatro años perdió la vista en el ojo derecho, un episodio que moldeó no solo su salud sino su carácter. Lo que comenzó como una dificultad visual infantil nunca se resolvió del todo y, a lo largo de las décadas, se fue agravando hasta convertirse en un punto de inflexión al final de su recorrido vital.
Los excesos acabaron con su vida a largo plazo
Su genio intelectual no estuvo reñido con una relación ambivalente con su propio cuerpo. Sartre fue un hombre de hábitos intensos, y en una época en la que la bohemia parisina se expresaba también a través de copas, humo y estimulantes, la relación con el alcohol y diversas sustancias no fue ajena a su círculo ni a su biografía personal. En sus últimos años, esa coexistencia de exceso y presión constante por pensar y producir tuvo un impacto profundo en su salud física.
Fue precisamente a mediados de los setenta, cuando la hipertensión y los efectos acumulativos de su estilo de vida pasaron factura, que Sartre perdió prácticamente la visión en su ojo izquierdo. Una trombosis venosa, un coágulo en el interior de los vasos sanguíneos, se produjo en un contexto de tensión arterial elevada y un cuerpo ya saturado de décadas de hábitos exigentes, uso de alcohol y drogas como opiáceos y mezcalina. El resultado fue devastador: el filósofo quedó casi completamente ciego.
Para alguien que había pasado toda una vida explorando la libertad humana, la nada y la conciencia como pilares de su pensamiento, esa pérdida fue más que física; fue simbólica. En aquel declive de la vista, muchos vieron el contrapunto trágico de un hombre que había pasado tanto tiempo mirando hacia adentro, hacia la esencia del ser, que terminó perdiendo la ventana por la que veía el mundo.
Sartre falleció en 1980, pero aún hoy su legado intelectual es inseparable de esa mezcla de brillantez y contradicción humana: un pensador inmenso, capaz de construir una filosofía de la libertad desde un cuerpo que, al final, se rindió a las limitaciones de la vida.