La infancia de Ágatha Ruiz de la Prada podría parecer, vista desde fuera, un álbum de lujo con veranos eternos, casas espectaculares y destinos reservados a muy pocos. Sotogrande e Ibiza formaban parte del paisaje habitual de su niñez. Pero detrás de esa postal perfecta se escondía una realidad mucho más compleja, marcada por emociones difíciles de entender para una niña.
Porque mientras el entorno invitaba a la felicidad, dentro de casa el ambiente era otro. Ágatha ha contado que muchos de esos veranos estuvieron cargados de tensión, silencio y tristeza. No sabía poner nombre a lo que ocurría, solo percibía que algo no funcionaba como debía. Y esa sensación la acompañaba durante semanas enteras.
Veranos de lujo que no se podían disfrutar
Las casas eran impresionantes, los planes abundaban y el contexto era privilegiado, pero su madre pasaba largos periodos sin salir de la habitación. El contraste era brutal. Para una niña, ver cómo todo ese despliegue no servía para generar alegría resultaba desconcertante. El verano, lejos de ser una época de disfrute, se convertía en un tiempo incómodo y pesado: "Mi madre se metía en la cama y se pasaba todas las vacaciones sin salir de la habitación. Mi madre, que era bipolar, me daba muy malos veranos la pobre porque siempre tenía depresión".

Con el paso de los días, Ágatha empezó a asociar esos destinos paradisíacos a una sensación de frustración constante. Nadie le explicaba qué estaba pasando. Solo veía que la rutina se rompía y que eso afectaba profundamente a su madre. Aquellos meses, que deberían haber sido los más felices del año, acababan siendo los más duros.
Cuando la enfermedad marcaba el ritmo familiar
Años después entendió lo que entonces era incapaz de comprender: su madre padecía trastorno bipolar y el verano era especialmente perjudicial para ella. El cambio de hábitos, la falta de estructura y la presión social del “toca disfrutar” empeoraban su estado. No era desgana ni frialdad, era una enfermedad que condicionaba todo. Ágatha lo recuerda ahora con más empatía que rabia, pero no resta dureza a aquellos recuerdos. Dice que eran veranos horribles porque nadie sabía cómo gestionar la situación y ella, como niña, se sentía perdida. La enfermedad lo ocupaba todo, incluso en lugares diseñados para el descanso.
Hoy, al mirar atrás, reconoce que esa infancia le enseñó que el lujo no garantiza la felicidad. Que puedes estar en el mejor sitio del mundo y sentirte completamente solo. Y que hay veranos que, aunque brillen por fuera, por dentro se viven en blanco y negro.