Así se ha presentado Oriol Junqueras ante la sala segunda del Tribunal Supremo. El 4 de enero, día en que no había sido citado para dar respuesta al recurso de apelación que el vicepresident presentó en su día. Pero él solicitó estar, acudir al señalamiento que sí tenía su abogado. Ayer quedó visto el recurso al auto de prisión que dictó hace un mes, el 4 de diciembre, el juez instructor del caso (Llanera). El resultado es el que hoy conocemos. Se mantiene la prisión preventiva incondicional.

Esto significa que hasta nuevo aviso, Oriol Junqueras no va a poder participar de la actividad política que tiene como responsabilidad. Y por el momento no está condenado por ningún delito, y por lo tanto, no debería ver limitado ninguno de sus derechos salvo el de su libertad de movimiento y comunicación, puesto que se entiende que, de no estar en prisión, sería peligroso (de esto hablaremos luego). Más allá de la idea que usted, querido lector, pueda tener respecto a la sensatez o insensatez (incluso legalidad o ilegalidad y sacrosanta constitucionalidad, si usted quiere) de lo realizado por los independentistas catalanes, estará de acuerdo conmigo en que el hecho de tener en prisión a alguien que no es peligroso, es excesivo (por no decir otras cosas que me parecen más exactas). ¿Cuál es el peligro, el grave peligro que corremos la sociedad de poner a Junqueras en libertad, con su familia, con sus hijos? ¿Formar un gobierno legítimamente elegido en el que, además, este señor ha obtenido —junto a su formación— prácticamente un millón de votos, un 21%? ¿Poner en marcha el programa con el que se ha presentado a las elecciones? ¿Cuál es el peligro tan terrible? ¿Que se fugue a Bruselas, o a cualquier otro país de la Unión Europea, y resulte imposible hacerle volver convirtiendo España en el hazmerreír de Europa?

Sí, este debe ser el peligro que corre la sociedad española si el señor Junqueras saliera de España. Más o menos el mismo peligro que debe suponer para la imagen de España el hecho de que Puigdemont pudiera volver —previo tour por todos los países europeos en los que haya podido tomarse un café tranquilamente mientras camina en absoluta libertad por la calle y rodeado de periodistas que muestran al mundo la vergüenza española— y resultase detenido cuando se dirige a ser investido president por haber ganado unas elecciones democráticas (y forzadas, por cierto, por el propio gobierno español).

Es tan atroz el hecho de que cuatro personas se encuentren en prisión “preventiva” durante dos meses y sin visos de saber hasta cuándo... Es tan vergonzoso ver cómo se pisotea el Derecho, cómo se destroza nuestro propio sistema (o como se empeña en no regenerarse) con tal de forzar las cosas para imponer el peso de vaya usted a saber qué... La imagen de una rabieta llevada a las últimas consecuencias. Haber pasado, en definitiva, de la batalla política de la baja estofa a los juzgados, en los que, dicho sea de paso, hasta los propios jueces denuncian las presiones que sufren y la debilidad de su independencia.

Es tan bochornoso que hasta los medios de comunicación deben inventarse la verdad. Más que nunca. Es tan grande la presión para que lo hagan que algunos hasta se confiesan avergonzados por las burdas manipulaciones que se ven obligados a realizar.

Todo este teatro está montado en cartón piedra. Sería todo interesante, incluso apasionante, si no fuera porque se ha trascendido la pugna política al dolor, a la privación de libertad de hombres de ley, de paz, de palabra. Hombres comprometidos con la idea que defienden; en definitiva, de una democracia, una sociedad que quiere cambiar y que ellos están comprometidos firmemente a construir.

Esta situación resulta brutal tanto en la distancia corta como a larga distancia. Desde fuera de España lo que aquí ocurre está comenzando a verse como un problema. No ya como un conflicto entre España y Cataluña sino como un problema hacia los pilares más fundamentales de Europa. Que España se permita la desproporción y los excesos que se está permitiendo solamente tendrá efectos negativos: sin duda para los soberanistas catalanes, dolidos en primera persona; pero también para el pueblo catalán en su conjunto, pues prácticamente todas las medidas que de manera excesiva se proponga aplicar el gobierno español serán para todo el territorio. Para España es una derrota el constatar que no tiene herramientas como para no haberse planteado este escenario: confirma así que no tenemos políticos de altura, que nuestras justicia es capaz de adaptarse a los primeros, que los medios matizarán todo para que parezca necesario y que la sociedad asumirá y tragará con lo que le echen.

Discúlpeme, pero todo esto no describe a un país democrático. Sin embargo, sí creo que Junqueras sea un hombre de paz.