Acabo de llegar de Buenos Aires, donde he participado en un congreso organizado por el Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos (CIPDH-UNESCO) sobre “Archivos y derechos humanos: Una agenda para el fortalecimiento democrático”. Como puede adivinarse por estas dos pistas, la gente que participaba era básicamente dedicada, profesionalmente, a la militancia en favor de la defensa y la protección de los derechos humanos como un elemento básico, fundamental e inalienable de cualquier sistema político, pero, muy especialmente, de los sistemas democráticos. Todo el mundo me preguntaba: “¿qué está pasando en España?”. Sabiendo que era catalán, no me preguntaban por lo que pasaba en Catalunya, sino en España, porque, de manera casi unánime, había una muy extendida e intensa preocupación por el que no dudaban a calificar como involución democrática, por parte del Estado español y, algunos, como laboratorio experimental en el proceso de deterioro y ataque globales a derechos y libertades fundamentales en supuestos Estados de derecho. Como cuando estuve en noviembre en Rosario, en un congreso de temática parecida, lo que más me sorprendió, en primer lugar, es que, de forma muy mayoritaria, tienen un conocimiento más que ajustado de la situación política en Catalunya y en España y, en segundo lugar, que también su valoración es muy ajustada a lo que está pasando en realidad: un despliegue sin precedentes, en el marco de las democracias occidentales, en contra de derechos y libertades fundamentales, como la libertad de expresión, de reunión, de elección directa e indirecta, o, en términos de derechos colectivos, como el derecho a la autodeterminación que ellos mismos, en toda Latinoamérica, empezaron a ejercer ya hace más de dos siglos.

Debo decir que, en aquel contexto, lo que está haciendo el Estado español tampoco no sorprendía demasiado. Conocen perfectamente, con respecto a la tónica general, a nivel global, en países que han transitado de la dictadura a la democracia, que España es una excepción, una especie de agujero negro, pues aquí continúa vigente, y lo saben muy bien, la ley de punto final (Ley de amnistía) que ha garantizado hasta hoy mismo juzgar y castigar a los responsables de la dictadura por sus abusos y crímenes, y que ha impedido la justa y recíproca restitución, en todos los niveles, de las víctimas. Cualquier dictadura del planeta ha querido blindarse frente a la legítima demanda de responsabilidades, también penales, pero sólo el Estado español, entre las democracias occidentales, ha conseguido que este blindaje se consolide, hasta ahora, en un microclima de impunidad excepcional, durante más de cuatro décadas. Saben que los archivos de la represión política, policial y militar siguen siendo en España incomprensiblemente inaccesibles, en lo que constituye otra excepción única a nivel global entre las democracias consolidadas, y saben también que, con respecto a políticas memoriales de las víctimas de la dictadura y de recuerdo de los crímenes y la represión cometida, España es un desierto. 

Sólo un detalle: el congreso tenía lugar en el inmenso recinto que albergó, durante la dictadura cívico-militar argentina, la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, la siniestra ESMA, hoy convertido, en toda su extensión, en un espacio de memoria de los crímenes y la represión de la dictadura. El edificio del Casino de Oficiales es hoy (y cito su denominación oficial) el “Sitio de Memoria ESMA. Ex centro clandestino de detención, tortura y exterminio”, donde se explica, de manera museográficamente impecable, qué y cómo se planificó, organizó y ejecutó la política criminal que acabó con la tortura, asesinato y desaparición de miles de personas inocentes sin juicio. Con estos antecedentes, y desde este contexto, es fácil entender la estupefacción que provocaba entre los asistentes al congreso cuando se les explicaba la situación actual de los antiguos campos de concentración franquistas en la España “democrática” o cuando descubrían que la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, en Via Laietana, espacio emblemático de la represión franquista durante la dictadura, continúa ocupada y habitada, con total normalidad, por la Policía Nacional de una España supuestamente democrática. Hay que recordar que lo que aquí consideramos normal no es nada normal en aquellas democracias del planeta que han tenido la madurez de enfrentarse al siniestro pasado de sus dictaduras.

De retorno de Argentina, he participado en una mesa redonda, convocada por la Càtedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporáneo de la Universitat de Girona, en el marco de un ciclo dedicado a pensar las libertades y la represión. Acompañaba al escritor y periodista Jordi Galves, perseguido judicialmente por uno de sus artículos en El Nacional, y el cantante Valtònyc, condenado a tres años y medio de prisión por la letra de sus canciones, en una arbitraria, incomprensible e injustificable aplicación a su caso de la legislación antiterrorista que fue pensada y promulgada, como es evidente, para otra finalidad, pero que la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo no han tenido ningún problema de manipular para acusarlo y condenarlo por enaltecimiento del terrorismo, calumnias e injurias graves en la Corona y amenazas no condicionales. Pero es cierto que pocas cosas pueden ya extrañar en la España actual, gobernada por un partido que no ha roto ni condenado explícitamente el franquismo, y avalada en sus políticas represivas por una izquierda que ya ha reconocido que está dispuesta a pagar el precio que haga falta para garantizar la política involutiva del Estado español.

Pero eso, en todo el mundo, es motivo de escándalo mayúsculo. La semana pasada el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo condenaba a España por haber impuesto pena de prisión a dos manifestantes que habían quemado, justamente en Girona, una foto del rey, en el 2007: el TEDH recordaba que “toda persona tiene derecho a la libertad de expresión”, de acuerdo con el artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos, y que el Estado, que es el responsable de garantizar este derecho, justamente había sido el responsable de su violación. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, repito, poca broma. La Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo, máximas autoridades de los sistema judicial del Estado español, con Valtònyc, reinciden: en lugar de garantizar el derecho a la libertad de expresión, son los responsables de negarle este derecho, en nombre del Estado, a un ciudadano libre.

También la semana pasada Amnistía Internacional cargaba contra España en un informe demoledor, donde se denunciaba que en España se está atacando la libertad de expresión, fustigando letras de canciones, chistes o textos. Y añadía: “el derecho a la libertad de expresión incluye expresiones que ofenden, escandalizan o molestan”. Cuando defendíamos a Charlie Hebdo contra los terroristas que les querían privar de palabra, poco nos pensábamos que tendríamos que defender la libre expresión de ideas y palabras frente a un Estado tan alérgico a la libertad de expresión como los terroristas yihadistas. 

Finalmente, este lunes el Washington Post ha abierto a toda página su sección de internacional con un reportaje, firmado por William Both y Pamela Rolfe, titulado “To prison for singing? (“¿A prisión por cantar?”). Con un texto de una dureza inusual en el rotativo, este artículo, que hablaba de Daltònyc y Pablo Hasel, entre otros cantantes y artistas perseguidos por el Estado español, no tenía problemas en reconocer que “estos artistas ahora se ven a sí mismos como la nueva vanguardia de la libertad de expresión en Europa”, ni en recordar que las políticas españolas son como las ya ensayadas en países como Polonia o Hungría. Este es el nivel del Estado español cuando se hace política comparada.

Pero cuando se prohíben las palabras, la única reacción digna y decente es multiplicar los espacios para hacerlas volver a correr y difundir. Y, por lo tanto, ya puede seguir, si quieren, la persecución a la libre expresión, que, por cada palabra encerrada, liberaremos a miles, y, por cada derecho suspendido o amenazado, multiplicaremos hasta el aburrimiento su ejercicio. Ante los derechos fundamentales, para ejercerlos, no hay que pedir permiso. Si pretenden llegar hasta el final, hay demasiadas bocas que hará falta que cierren. Y no podrán.

Es difícil acabar el artículo sin recordarlo: Jordi Cuixart y Jordi Sànchez llevan 156 días en prisión, y Oriol Junqueras y Joaquim Forn, 139, los cuatro preventivamente por unos supuestos delitos que cada vez más Estados de Europa no reconocen como tales. A cada hora que pasa, el escándalo y la injustícia se hacen más gigantescos y monumentales.