La mayoría de los políticos, por no decir todos, habían venido a esta vida a jugar al tenis democrático, a pasarse deportivamente la pelotita por encima de la red que divide la izquierda y la derecha, que divide el ecologismo y el automovilismo, el feminismo y el patriarcalismo, el catalanismo y el españolismo. Unos cuantos raquetazos, ahora te toca ti, ahora me toca a mí, sudar de lo lindo y luego mesa en el Quo Vadis, duchados, muy bronceados y hechos unos formidables servidores del pueblo. Era una buena vida, no se puede negar, como lo había sido en Versalles donde empezaron a jugar a esto del tenis, con finura, tennez, monsieur, decía la marquesa, tennez madame, respondía el mignon del rey con una peluca de rizos y acopio de lazos y cintas. De ahí precisamente viene la palabra tenis, de tener la pelota y pasarla para que te la vuelvan después. Lástima que el pueblo de París, o que el pueblo catalán, la chusma, la patulea envidiosa, un buen día decidió que ya era más que suficiente. Que se sublevaban porque no toleraban más abusos. En el caso de los catalanes algunos políticos, los más profesionales, se fueron a Madrid buscando una solución negociada, un pacto. Y acaban de volver con un impacto. Esto los que han dejado que volvieran.

Como esta revuelta de los Catalanes, la de las Sonrisas, debía ser la primera revuelta posmoderna de la historia, sin violencia, sin muertos —que está muy bien—, con la verdad por delante y sin malas artes, algunos pensaban que sería una nueva y civilizada partida de tenis, supervisada por unos estrictos jueces arcangélicos internacionales, como en unos juegos olímpicos. Y lo único olímpico que hemos conseguido ver ha sido el desinterés de los que ya son independientes y pueden jugar tranquilamente en buenas pistas de tierra batida. En las cancillerías europeas todavía se ríen de las caras que hemos puesto los catalanes al descubrir el satanismo de Juncker, la vileza de M. Rajoy, la mala leche de la Merkel. Nuestro país ha quedado como sorprendido, mudo, parado, ahora entretenido en denunciar la injusticia, la persecución política, como si todo ello no fuera previsible, como si las independencias las regalaran con un certificado de buena conducta. Parece mentira que haya tantos culés en el soberanismo y que no recuerden a favor de quien suelen jugar los árbitros.

Nadie diría que el independentismo acaba de ganar las elecciones por mayoría absoluta. Aseguran que mañana llegará el frío, tal vez la nieve, tal como viene esta brisa que siento. Desde las elecciones los días han pasado enteros haciéndonos preguntas y más preguntas sobre este país nuestro, sobre estos políticos nuestros, sobre la incapacidad catalana de ponernos de acuerdo. Las banderas estrelladas cuelgan silenciosas por la mañana, cuando me siento a escribir. Hay una paz de fiestas, de domingo, de derrota, una paz idiota con los adversarios que se han revelado enemigos, una manera de perder el tiempo en la melancolía, en la indecisión, que sólo sirve para hacer buenas lápidas de nieve. El optimismo es mejor cuando es un optimismo escarmentado, y es exactamente lo que palpita en la opinión pública catalana, si es capaz de darse cuenta de lo que ha aprendido. Esto acabará bien, incluso muy bien si dejamos de jugar al tenis y nos volcamos de una vez al juego de la libertad.