Prácticamente todos los días, si no varias veces por semana, el secretario de Estado de Estados Unidos publica un comunicado oficial felicitando de parte del presidente a tal o cual país en el día de su independencia. Se parte de la base de que la independencia es buena en sí misma y todo el mundo la celebra. España, por ejemplo, tal como nos enseñaron en las escuelas, celebra la victoria en "la guerra de la independencia" contra las tropas napoleónicas, aunque supuso un retorno al absolutismo. Ni que decir tiene que todos quieren la independencia de su país. La independencia suele identificarse con la libertad colectiva y la dependencia con la opresión. Por eso en procesos de disputa de soberanía nadie abandera la dependencia. Nunca se han visto en ninguna parte pancartas pidiendo la dependencia. En todo caso, se disfraza con otros conceptos como la unidad.

La cuestión es: si para todo el mundo la independencia es buena, ¿cómo puede ser que haya gente que no la quiera? La primera razón es que no todo el mundo tiene la misma referencia nacional. Todos quieren la independencia de su país, pero no todos consideran suyo el mismo país. También suele ocurrir que, independientemente de su sentimiento de pertenencia, no quieren la independencia los que beneficiados por el statu quo temen que el cambio político perjudique sus intereses. Y también hay quienes, aun deseando la independencia, prefieren resignarse y renuncian a ella porque no están dispuestos a pagar el precio ni soportar los sacrificios que inevitablemente conllevará el conflicto.

La lucha por la independencia allí donde ha tenido éxito ha subvertido el régimen previamente establecido con un ejercicio de desestabilización constante. Lo que no suele pasar nunca es que un país o una nación alcance su independencia sin romper un plato. Y procuran no romper nada los que tienen algo que perder.

Contrasta la beligerancia desenfrenada de las instituciones del Estado con la extremada prudencia de los líderes independentistas, que actúan así porque sus partidarios tampoco están muy dispuestos a poner en riesgo su situación de confort

A lo largo del conflicto catalán se han producido movilizaciones multitudinarias que han puesto en evidencia por un lado una extendida voluntad soberanista y, al mismo tiempo, una nula intención de romper nada. Después de las grandes performances, los líderes independentistas presumían del carácter democrático de la protesta debido a que no se había roto ni una sola papelera. Y cuando después de la sentencia, algunos jóvenes y otros no tan jóvenes quemaron algunos contenedores, los independentistas biempensantes lo condenaron enérgicamente. Cuando se aplicó el 155, la consigna oficial independentista fue que ningún funcionario se rebelara contra lo que consideraban una usurpación. Incluso, cuando la represión del Estado se cebó con multas millonarias a los líderes del movimiento surgió un admirable y generosísimo movimiento de solidaridad... ¡para pagarlas!

Ahora nos encontramos ante la probable inhabilitación del presidente de la Generalitat, que desde el punto de vista soberanista supone un nuevo escándalo democrático, y los líderes del movimiento se dividen entre los que plantean una respuesta simbólica y los que se niegan a añadir más inestabilidad política. Incluso la CUP ha variado su lenguaje revolucionario y se alía con los que prefieren pasar página e ir a elecciones. Ahora parece que todo el mundo tiembla, buena parte de los independentistas y todos sus adversarios, ante la posibilidad de que el president Torra adopte una actitud resistente, como si inhabilitar y destituir del cargo a un presidente democráticamente elegido por colgar una pancarta no fuera el acto desestabilizador que desencadena la crisis.

El proceso soberanista catalán ha puesto en evidencia la regresión antidemocrática del Estado. Se han desvirtuado los hechos, se han tergiversado leyes, y se han perseguido y reprimido los disidentes. Todas las maldades del Gobierno Rajoy que ahora tanto escandalizan no habrían podido llevarse a cabo si previamente no se hubiera constituido la "policía patriótica" que con el pretexto de defender la unidad de España amparaba y encubría la corrupción de las instituciones del Estado. Contrasta, pues, la beligerancia desenfrenada de las instituciones del Estado con la extremada prudencia de los líderes independentistas suplicando siempre a sus partidarios que mantengan la calma. Si actúan de esta manera no es sólo por el efecto disuasorio de la represión, sino porque también son conscientes de que sus partidarios tampoco están muy dispuestos a poner en riesgo su situación de confort. Hay indicios suficientes para afirmar que la sociedad catalana está indignada y se siente herida, pero no tan desesperada como para ir a las barricadas. Y eso es lo que hay.

El independentismo catalán ha tomado un carácter performativo. Se ha convertido en una nueva formulación del "som i serem". Es un hecho en sí mismo que no es nada banal. Es obvio que tiene consecuencias. Y las seguirá teniendo a corto y a largo plazo

Llegamos, pues, a la conclusión de que el independentismo catalán ha adquirido un carácter performativo. El filósofo británico John Langshaw Austin desarrolló la teoría de los actos de habla en su obra How to do Things with Words (Cómo hacer cosas con las palabras). Sostiene Austin que las palabras pueden describir un hecho, pero también pueden hacer el hecho. El ejemplo más obvio es el "yo prometo". No es una descripción, la promesa es el hecho. La voluntad de ser también tiene carácter performativo. Cuando los catalanes, pocos o muchos, dicen "somos una nación" ya están ejerciendo en el mismo momento su condición de nacionales, la prueba es que en el preámbulo del Estatuto de 2006 se dice que "El Parlamento ha definido Catalunya como nación recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña". Lo son porque lo dicen ellos, porque la Constitución lo rebaja a nacionalidad. Ahora el independentismo catalán se ha convertido en una nueva formulación del "som i serem”. Es un hecho en sí mismo que tampoco es banal. Es obvio que tiene consecuencias. Y las seguirá teniendo a corto y a largo plazo.