En el norte de Irlanda, los muros siguen separando los barrios, las comunidades. Durante años, durante la larga guerra, miembros de ambas comunidades se mataban a tiros por la calle. En los barrios republicanos, también llamados nacionalistas, mandaba el IRA. Era muy fácil saber dónde estabas en cada momento. En los barrios republicanos la bandera de Irlanda era omnipresente. En los barrios unionistas por todas partes se veía la bandera británica. Estos, además, contaban con la adhesión, al menos sobre el papel, del ejército británico de ocupación, que patrullaba las calles de Derry, Belfast o tantos otros, armados hasta los dientes. También había una presencia abrumadora del RUC (Royal Ulster Constabulary), la policía norirlandesa, abrumadoramente protestante. Porque este era el otro rasgo distintivo, los republicanos eran mayoritariamente católicos. Y los unionistas, protestantes. El reverendo Ian Paisley, presbiteriano, fue uno de los grandes líderes protestantes, ferozmente contrario a todo diálogo con los republicanos. Durante años fue conocido como el Doctor No, contrario a los acuerdos de paz, fundador y promotor de grupos terroristas como el lealista Ulster Resistance.

Pues lo más curioso de todo, la lección histórica, es que al final presidió el primer gobierno de unidad nacional, con el Sinn Féin, con Martin McGuinness de segundo, histórico jefe militar del IRA. Porque incluso un fanático ultrareligioso y sectario como él se vio empujado a salir de la ratonera en que el odio sectario y la violencia habían confinado en guetos amplios sectores de la población. No solo los republicanos, sobre todo los pobres, también a muchos unionistas, sobre todo los pobres, que no vivían mucho mejor que sus homólogos republicanos. En Irlanda, en el Ulster, la miseria daba miedo. Caminar a ambos lados del muro que separaba las dos comunidades no distaba nada de las imágenes que nos llegaban de zonas en guerra del Oriente Medio. Tierra quemada, cultura de bar y subsidio.

Siempre ha sido sorprendente que en Catalunya haya tenido tan predicamento, en los últimos años, la terminología empleada en Irlanda, independentistas versus unionistas, utilizada desde las mismas filas del independentismo, con entusiasmo desde algunas posiciones. Muy sintomático y chocante porque inconscientemente se estaba apelando a una situación afortunadamente muy lejana en Catalunya, tanto por la ausencia de violencia en las calles, más allá de las agresiones protagonizadas por la extrema derecha, como porque aquí siempre se ha entendido la unidad civil como un valor.

Los bloques son la derrota del proyecto republicano. El uso y abuso de la simbología identitaria ayuda a consolidar los bloques porque sitúa el conflicto en un terreno emocional

En Catalunya ni se segrega ni se discrimina la gente por barrios. Propaganda chapucera aparte, sobre todo la que versa sobre discriminaciones lingüísticas, es una campaña promovida por influyentes sectores mediáticos y que originó el nacimiento de Ciudadanos. Afortunadamente no es así, en Catalunya se vive y se convive. En Catalunya no hay ningún problema de discriminación lingüística sino que hay un problema de soberanía que se ha acentuado los últimos años. Este es el verdadero problema, el problema con mayúsculas. Y este problema de soberanía afecta a todo el mundo, viva donde viva y venga de donde venga, especialmente los sectores más desfavorecidos —como siempre, por otro lado— pero también, entre otros, amenaza con empobrecer el vigor de la economía catalana, en provincianizar Barcelona y el resto del país y en perpetuar el déficit de infraestructuras o en hacer insostenibles servicios básicos de calidad como la sanidad universal.

Por eso es un error mayúsculo apostar por las políticas de bloques, independentistas versus españolistas, o como se quiera llamar. Primero, porque nos lleva a fracturar el país en dos, que era lo que teorizaba Aznar. De hecho, era su praxis política y objetivo. Y en segundo lugar porque en el mejor de los casos, desde el punto de vista del proyecto republicano, nos lleva al empate infinito. Y el empate infinito, para la parte débil, la que no cuenta con el apoyo de ningún estado sino que sufre uno ferozmente hostil, nos sitúa en una clara posición de inferioridad, de subalternidad.

Los bloques son la derrota del proyecto republicano. El uso y abuso de la simbología identitaria ayuda a consolidar los bloques porque sitúa el conflicto en un terreno emocional, porque sitúa el embate prioritariamente en el terreno del nacionalismo y no permite visualizar con nitidez un conflicto de la sociedad catalana con el estado sino entre dos sociedades que viven en Catalunya. Esta nueva fase, más que nunca, pide inteligencia estratégica, pide una correlación de fuerzas manifiestamente ganadora, por eso hace falta rehuir la controversia identitaria y apostar por el republicanismo civil frente el régimen monárquico restaurado en 1978.

Y por eso, también, hay que darse cuenta que en la vida, siempre, cuanto peor, peor. Y cuanto mejor, mejor. Los extremos no nos llevarán a ninguna salida dialogada y todavía menos a ninguna victoria. La República será de derechos y libertades o no será; apelará a todo el mundo o no será; abrazará a todo el mundo, dejando en segundo término banderas, o no será; con el catalán como lengua oficial y vehicular en la enseñanza pero con el castellano también oficial o no será. Vamos a ganar derechos y a blindar las libertades y una República que se proyecta sin reconocer derechos lingüísticos de todos no seduce ni abraza a todo el mundo.

La unidad estratégica del independentismo también pasa necesariamente por aquí, por construir puentes en lugar de dinamitarlos, por empapar todo el movimiento de una creciente conciencia republicana frente la tradición nacionalista que no suma sino que favorece los bloques. Y los bloques no traerán la República sino que serán un tapón.