Es ya una costumbre. Cada vez que algún partido político de derechas, o de ultraderecha, organiza un evento ―un acto del PP en la Autònoma; un paseo de Ciudadanos por un pueblo de Euskal Herria; una manifestación donde participa Vox―, aparecen una serie de personas pidiendo, por favor de los por favores, ignorarlos. Sobre todo, sobre todo que no se los increpe o agreda. Si se hace eso, alertan las voces, estos partidos tendrán la imagen que querían y estaremos censurándoles y limitando el derecho a la libertad de expresión.

Como he escrito otras veces, la extrema derecha florece, entre otras razones, porque los partidos políticos, los medios de comunicación y el resto de la sociedad no se han librado de dinámicas y discursos basados en jerarquías de raza, género o clase. Aspectos que facilitan, en un momento dado, la emergencia política de las posiciones más extremas. Tampoco es que se hayan acabado de ir del todo, como bien demuestran los estragos de la extrema derecha en el País Valencià de la Transición hasta ahora. Por lo tanto, prefiero que el ideario de la extrema derecha, así como aquellos discursos con poso discriminatorio del resto de partidos, sean bien visibles. Así es mucho más fácil estudiarlos y combatirlos. Y es precisamente por todo eso que considero que el argumento del "no hagáis nada que les pueda incomodar porque si no, tendrán la imagen que querían" es tan absurdo como peligroso.

El contenido de un discurso transmite sentimientos y los genera porque apela a la forma que tenemos de ver el mundo. Una visión que justifica, naturaliza o combate formas de relacionarnos con el resto de personas. El "tienen la imagen que querían" es contrario a todo eso: desconecta el discurso de la realidad material a la cual hace referencia y reduce la valoración de lo que se dice a una cuestión de forma. Así, un discurso machista, xenófobo o anti-independentista se convierte en una provocación, hacer el saludo nazi es un mal cálculo de imagen y dar voz a un violador o un maltratador representa un acto de imparcialidad comunicativa. Desconectando los discursos de las realidades sociales que legitiman, ponemos al mismo nivel las palabras ―y por lo tanto la visión del mundo― de un fascista y un antifascista, y equiparamos el malestar que genera la lucha contra tu privilegio con el malestar que genera ser discriminado, oprimido o agredido en base al privilegio de otro.

Hay que dejar constancia de la nocividad de estos discursos, del malestar y la indignación que generan, y mostrar con contundencia que se ha acabado la tolerancia hacia ellos

Además, perdemos de vista la dimensión de la represión material. La realidad es que quien se enfrenta a penas de prisión y multas en España son activistas feministas, antifascistas y líderes independentistas. La realidad es que los humoristas son más castigados cuando se mofan de la extrema derecha, los militares o la bandera española que cuando se mofan de los gitanos o los refugiados que mueren en Lesbos. La realidad es que por toda Europa se atacan mezquitas, barrios donde viven gitanos o centros de refugiados. La realidad es que los ataques a judíos en países como Francia se han disparado en los últimos años. La realidad es que las periodistas sufrimos más acoso que los periodistas hombres. La realidad es que al Estado español no le hace falta que haya imágenes de violencia para acusarte de rebelión. "La imagen que quieren" implica que, si no se la das, se la inventan. Coronando la realidad digital y mediática, la material no importa.

Así pues, la pasividad nunca es la solución. Las consecuencias del racismo, del sexismo, de la catalanofobia o la LGTBI-fobia no lo son, pasivas. Hace falta dejar constancia de la nocividad de estos discursos, del malestar y la indignación que generan, y mostrar con contundencia que se ha acabado la tolerancia hacia ellos. Fiscalizando los portavoces a los medios, combatiendo la desinformación, impulsando políticas más igualitarias y (contra)manifestándonos en cualquier espacio.

La libertad de expresión es fundamental no sólo porque es un derecho humano, sino porque lo que decimos tiene unos efectos importantísimos en la sociedad que el amparo. Tomar conciencia de estos efectos implica ser contundentes ante los discursos de odio y trabajar para hacer que todo relato esté libre de representaciones discriminatorias. Seguramente, en la inmensa mayoría de casos no hace falta la violencia. Debatir los argumentos puede ser una vía. Quizás no hay que intentar detener actos. A veces, en lugar de abroncar, podemos hacer como la serie Dear White People, en que la asociación de estudiantes negros de una universidad de los Estados Unidos compra todas las entradas de un acto de una representante del alt-right y se presentan. O quizás hace falta una cancelación, para decir que el odio no es bienvenido. En todo caso, la valoración de una acción, o la decisión de hacerla, no se tiene que basar en la imagen que puede dar o en la defensa acrítica de derechos que flotan en el éter. Siempre se tienen que tener presentes las consecuencias del discurso y su gravedad, y los beneficios tangibles que genera una acción contra él.

Lo que no podemos hacer, sin embargo, es reducir el debate a la dicotomía censura-libertad. Sobre todo si no lo hacemos acompañado del binomio opresión-emancipación. Mientras nos preocupamos por la imagen, quien defiende la extrema derecha y las ideologías de odio da un paso más a la calle, a las instituciones y a las redes. Eso sí que, siempre, siempre, deriva en censura masiva y vulneración de derechos y libertades.