Ahora que todo el mundo parece haber asumido que la cosa va para largo, nos es necesario plantear entre todos los problemas de fondo antes de que sea demasiado tarde. Que el camino sea largo obliga a escoger bien la dirección porque, si no, cuando aparezca un momento de crisis, como el de este otoño, estamos demasiado lejos para poder rectificar a tiempo.

Cuando los políticos dicen que no estaban preparados, ya sea en sentido logístico o en sentido psicológico, hay que escucharlos y hay que preguntarse qué es lo que tendría que haber sido preparado. En cuanto a la logística, se nos ha dicho que no se podían dar órdenes a las fuerzas de orden público que fueran aceptadas legítimamente, y que no había una financiación mínimamente prehablada, en parte porque el riesgo de la apuesta por una Catalunya independiente es muy alto, en parte por falta de credibilidad —dos caras de la misma moneda—. Sabemos, sin embargo, que en el momento en que Catalunya parecía bastante fuerte para hacer alguna cosa disruptiva, hay quien estuvo dispuesto a mirárselo como una oportunidad para sembrar el caos. Es natural: la globalización y la expansión del pensamiento democrático ponen en cuestión las fronteras surgidas de la violencia de la modernidad, tanto por arriba como por debajo. En la medida en que las instituciones legítimas de un país o de un continente como el europeo dejen un vacío de poder para no encarar esta cuestión, este vacío de poder será ocupado por alguien más. Candidatos sobran.

Con respecto a la psicología, influidos por la conciencia de no tener la logística a punto, nuestros políticos no parecían estar preparados para tomar ninguna decisión concreta. Quizás no podían imaginarse qué habría que hacer en caso de independencia o quizás no habían imaginado que este caso llegaría nunca —o tan temprano—. Y el caso es que no tenían ni la disposición ni una idea clara de qué hacer —y en qué orden— exactamente.

Tras esta disección de las justificaciones que nos han dado —"no estábamos preparados"— tiene que haber, si queremos avanzar, también una crítica de la idea misma de preparación. El relato del independentismo institucional de los últimos años se ha sustentado sobre la idea de procés, es decir, que vas haciendo, vas haciendo, y llega un día que estás preparado para convertirse en un Estado. De aquí toda la campaña sobre las estructuras de Estado. Me pienso que esta idea ha quedado rebatida este octubre. No se trata tanto de tener la policía preparada para entrar en un choque armado con la policía española, se trata de poner las condiciones para las cuales el choque sea institucional y democrático, y no físico y violento. El problema es que una vez rebatido este relato, falta uno nuevo que explique qué tenemos que hacer para llegar a este punto y al mismo tiempo ofrecer el tipo de resistencia que lo hace posible y prevalente. Tengo algunas ideas al respecto, que trataré de ir desarrollando este año, pero la sensación de tabula rasa es inevitable, acompañada de la certeza de que nos hace falta una revisión a fondo de las palabras y conceptos que utilizamos en la política catalana, y aquí nos tenemos que sumar todos, porque si una cosa hay ahora es espacio para pensar.

El mundo posconvergente y ERC participaban de una competición, en que todo el mundo pensaba y esperaba que el otro se haría atrás primero o quedaría en evidencia primero.

La constatación de que no estaban preparados, sin embargo, nos obliga también a preguntarnos qué se pensaban que pasaría. Hablando con varias fuentes del Govern y de los partidos, y mirando algunas de las conversaciones filtradas por la policía a la prensa española (eso último, con una cierta precaución), la conclusión es que el mundo posconvergente y ERC participaban de una competición, un juego de la gallina, en que todo el mundo pensaba y esperaba que el otro se haría atrás primero o quedaría en evidencia primero.

Después de la experiencia del 9-N, la dirección de ERC tomó la decisión de comprar el encuadre estratégico del mundo convergente, eso es: aflojar en la serie de valores que reforzaban la estrategia del procés —la unidad, el cargarse de razones, la explotación de la represión creciente—, y esperar al momento en que el centro-derecha catalán hiciera marcha atrás. Yo diría que esta decisión fue tomada el día de las lágrimas de Junqueras en Catalunya Ràdio: aquel momento de frustración, de no saber cómo contraargumentar el encuadre que se le imponía, marcó el momento judoca: haz uso de la fuerza de tu adversario para derrotarlo. Cómprale toda la estrategia y deja que se ahorquen con su propia soga. Cuando se vea que son ellos los que frenan, ganaremos nosotros las elecciones y ya podremos hacer lo que hay que hacer.

El caso del mundo convergente es similar. El mundo convergente confiaba en la falta de experiencia de los cuadros de ERC. Pensaban que el referéndum no se podría hacer porque el gobierno español no lo permitiría y que lo máximo que ERC podría reivindicar sería un tipo de 9-N, pero peor, porque esta vez el gobierno español no dejaría pasar ni una. Llegados al momento de la verdad, ERC no tendría más remedio que aceptar que el 9-N era lo máximo que se podía hacer en materia de referéndums y quedaría en evidencia que son unos petimetres. El mundo posconvergente, convertido en una especie de PNV, derecha independentista, podría entonces construir una hegemonía política con la cuerda tensionada con Madrid, pero sin llegar a romperla, cosa que daría margen para quizás negociar lo público y lo privado.

A todos les interesaba no moverse ni un milímetro del discurso del referéndum, corriendo a toda velocidad con los coches hacia el precipicio, asumiendo que siempre sería el otro el que saltaría del coche primero (lo harían saltar), y el pedigrí independentista quedaría solidificado sin necesidad de arriesgar realmente la ruptura con el Estado, por la cual nadie está preparado todavía. Entonces continuaría el procés, con la base ampliada por la represión, y con el equilibrio de hegemonías decantado hacia el propio partido.

El 1-O había significado la ampliación del círculo soberanista, había incorporado parte de los comunes y gente de buena fe de barrios impermeables para el independentismo que habían salido a defender las urnas por decencia

Esta competición hacia la nada ha dejado a todo el mundo a la intemperie. Sin un discurso razonable sobre qué significa romper con el Estado sin su consentimiento, sin una estrategia rigurosa sobre qué pasos hay que hacer y cuándo, la carrera hacia el precipicio cada vez era más veloz y el referéndum —todo un éxito— la aceleró. Nos encontramos en las semanas posteriores al 1 de Octubre y hasta el 29, sin nada más que esta carrera. (Abro paréntesis para decir que el mundo de ERC y de la CUP se implicó más en la organización del referéndum que el mundo del PDeCAT, cosa que explica la crisis de gobierno de julio y las dimisiones que se derivaron. Los que se marcharon lo veían una locura. En julio, yo interpreté la crisis de gobierno como un compromiso del president Puigdemont con el referéndum, un compromiso sincero. Ahora bien: las detenciones del 20 de septiembre, que atacaron al corazón de la organización del 1-O, ya mostraban que el peso logístico era de ERC. Con todo, dentro de los partidos, de todos, había gente de buena fe que sí creía que íbamos hacia el referéndum y hacia hacerlo efectivo, sobre todo en el grupo parlamentario de JxSí, pero eran pocos y mal informados, como me han admitido a mí personalmente después).

En aquellas semanas, el Govern y el Parlament tenían tres opciones. La primera era convocar elecciones. Era la opción preferida del entorno del president Mas, y el mismo Mas-Colell lo pidió en artículos en el Ara y en una entrevista en Rac1. La idea de fondo era que el referéndum no era suficiente para romper con España y que, sobre todo, las instituciones no estaban a punto. Desde esta lectura, el 1-O marcaba el final de la revolución de las sonrisas y empezaba la toma de conciencia de la naturaleza del conflicto, que pedía una resistencia psicológica que quizás una sociedad adelantada y moderadamente acomodada no se podía permitir. Esta estrategia tenía la virtud de ser honesta, en el sentido que se describía una realidad: no estábamos preparados. Pero tenía dos defectos. El primero era que los que anunciaban que no podíamos romper eran los que habían ganado las elecciones prometiendo que nos estábamos preparando —eso, sí, en secreto—. Por eso, a pesar de la victoria de Puigdemont en las elecciones, este relato de preparación, de "proceso", está moribundo y veremos si se consigue salvar o no.

El segundo defecto era que dejaba el PDeCAT en posición de ser el primero que saltaba del coche, y bajo la sombra del 1-O, se corría el riesgo de abandonar a la gente que había cambiado de actitud desde el victimismo hacia la resistencia victoriosa en manos de ERC y de la CUP (muy bien organizada dentro de los CDR). Hay que decir que esta posición no era exclusiva del PDeCAT. Dentro de ERC (sector gobierno) también había preferencias hacia las elecciones, siempre y cuando las convocara el president con la oposición de ERC. De nuevo, el juego. Y dentro de la CUP también. En este caso, igual que en otros sectores de ERC, ante la constatación de que el 1-O había significado la ampliación del círculo soberanista, había incorporado parte de los comunes y gente de buena fe de barrios impermeables para el independentismo que habían salido a defender las urnas por decencia.

La estrategia del procés siempre ha asumido que el final de la partida era una mesa de negociación con el Estado

La segunda opción era declarar la independencia e ir con todas, a tratar de implementarla. El problema de esta segunda opción es que era muy arriesgada. No sólo los sectores mediáticos y económicos que acuñan el mundo convergente se resistían con todas las fuerzas, también existía la duda de si el pueblo resistiría mientras el Govern no tenía las mínimas cosas preparadas. Al fin y al cabo, la estrategia del procés siempre ha asumido que el final de la partida era una mesa de negociación con el Estado. Pero se preveía o se buscaba que esta negociación se hiciera antes de desatar el caos; antes de afirmarse, eso es. El riesgo de afirmarse primero era alto, porque si te sale mal, no sólo pierdes, también desapareces como espacio político. Había muy poca gente que estuviera preparada psicológicamente para tomar esta decisión y llevarla hasta el final. En todo caso, esta estrategia sólo era posible si todo el Govern se comprometía, empezando por el conseller de Interior. Pero Quim Forn hizo saber al president y al Govern que los Mossos no estaban preparados para obedecer las órdenes y que él no las podía dar. El Departament d'Economia no tenía ninguna financiación cerrada (por cierto, eso no se supo hasta mucho hacia el final porque, en parte, la forma de actuación de estos meses ha sido la de la célula: había un grupo reducido de personas que tenía trabajos concretos asignados y que tenían prohibido hablarlo con nadie. El o los responsables de buscar financiación no tuvieron éxito —o pericia—, pero no lo comunicaron hasta que no pareció que podría llegar a ser necesario. Si la cosa se desbarataba antes —el coche hacia el precipicio— no lo sabría nunca nadie y se podría decir que sí que se estaba preparando todo, etc). Pero insisto en que eso va ligado a la idea de preparación, que es el fondo del procés y también su vacío. El Govern se podría haber planteado una estrategia resistencialista que al menos pusiera las cosas en el terreno institucional, aprobando decretos y desplegando la ley de transitoriedad. Eso no garantizaba el éxito, pero sí la actitud. Pero como en el escenario del choque lo único que había era la gente, el Govern no se vio con ánimos de pedir a la gente que protegiera una preparación inexistente.

La tercera opción era la intermedia: mantener la carrera en el terreno simbólico y abandonarla en el terreno factual. Es la que se escogió. Esta elección permitía a todo el mundo decir que no habían saltado del coche y al mismo tiempo saltar del coche. Pero hacía falta una justificación y esta justificación fue la violencia potencial del gobierno español, que llevaba a la inacción y al exilio, en lugar de hacerlo al revés: liderar las acciones sabiendo que existe el riesgo de violencia (o no). Toda la estrategia independentista se basa en la premisa de que el Estado no puede utilizar la violencia militar, letal, contra la población de Catalunya para frenar la independencia. Por eso no puede ser una sorpresa que hubiera amenaza de violencia. La violencia es el tema. Siempre que Catalunya ha intentado alguna cosa rupturista en la España moderna ha acabado con violencia militar. La diferencia entre ahora y antes no es que seamos más independentistas, es que ahora es posible porque el conflicto no se dirime con ejércitos (donde siempre perdemos), sino con instrumentos democráticos.

La tesis independentista se sustentaba en la idea de que la única violencia que España puede sobrevivir es la del 1-O: policial y judicial. Zurrar a la gente y poner políticos en la prisión. Que la vertiente militar del conflicto sólo se puede estirar hasta el show: pasear tanques, no dispararlos. Es ciertamente un riesgo, asumir esta tesis, pero es la única salida de la jaula. En el momento en que, para justificar esta acción, el Govern apela a la amenaza de la violencia, está reintroduciendo este límite en la política catalana, en toda la cultura, de hecho. Y está garantizándole al Estado el resultado de haber utilizado la violencia (la rendición) sin necesidad de pagar el precio de ponerla en práctica. He escrito ya que esta justificación tiene un precio altísimo para nuestra cultura. Todo lo que vemos, todo lo que está haciendo el gobierno español, y lo que hará, también las hordas de fascistas por las calles, y la deshumanización de los catalanes se alimenta de esta rendición. E irá a más. Como los catalanes no han tenido oportunidad de defenderse, se les supone vencidos, y lo iremos viendo cada vez más. Y habrá una filtración hacia las ideas que el país produce que serán tan disonantes como las de los años 80 y 90 pero sin esperanza. Ya se está viendo.

Esta derrota también ha enseñado que hay poder disponible y que hace falta que desde la gente hasta los políticos hagan uso de ella

La conclusión es que la pax autonómica (que era una guerra fría) nunca volverá. Vamos a un escenario de decadencia política paulatina que sólo se puede revertir con una insurrección pacífica, que cada vez es más difícil. Y cada vez es más difícil porque cada vez somos y seremos más débiles, porque con los instrumentos que hemos llegado al 1-O no hay bastante para organizarla. No hay fuerza ni en la acción ni en las ideas.

Eso quiere decir que ahora que el camino se avista largo, este camino se tiene que hacer hacia la dirección correcta porque si llega otra crisis como la de este otoño, no nos encontremos igual de desnudos.

Lo primero que hay que hacer, por lo tanto, es decir la verdad: hemos sido derrotados. Nos han metido una paliza de proporciones históricas. Nos han suspendido el gobierno, encarcelado a los políticos y acojonado a la población. Nos han reintroducido el miedo en el cuerpo y nos hemos marcado como objetivo recuperar la cosa que queríamos dejar atrás, y no lo conseguiremos nunca. Asumimos la derrota o la repetiremos.

Asumir esta derrota no quiere decir, sin embargo, negar las victorias que de fondo hay en lo que ha pasado ni las debilidades de los vencedores. La del 1 de octubre por descontado. Con el 1 de Octubre nos pasa como en el inicio de la carrera de Messi, que los periodistas siempre decían que no tenían adjetivos para definirlo. El 1 de Octubre tiene la semilla de la actitud cultural que nos abre la puerta de la jaula, pero tenemos que saber desplegarla sin cuentos, y eso, en el contexto de la política catalana, que siempre se mueve entre el imperativo de España y la obligación de hacer de la necesidad virtud, no es nada fácil. Lo mismo se puede decir del 21-D, donde se ve que hay país, que no se cansa, que después de todo, se le llama a votar y va, y vota con un espíritu de protección de las instituciones antes que de la calidad de los discursos o de la claridad de las ideas que se proponen. Es la misma fortaleza y la misma debilidad que nos mantienen atrapados en el lodazal. Estamos, pero sin saber exactamente a dónde vamos, y todo se justifica porque la alternativa es el olvido y la desaparición.

Tenemos que poder superar esta dinámica y eso nos fuerza a admitir la derrota sin tener miedo, porque es una derrota que se da en un contexto en que, tarde o temprano, siempre tiene que haber elecciones, y en que, por muy arbitrarias que sean las condenas a los políticos, el Estado tiene la obligación de justificarlas, y eso también lo erosiona. Dije que las elecciones del 21-D eran la muestra de una debilidad de Rajoy: no puedes gobernar Catalunya sólo con la violencia, no es suficiente. Pues por eso mismo, esta derrota también ha enseñado que hay poder disponible y que hace falta que desde la gente hasta los políticos hagan uso de ella. Pero hay que cambiar muchas cosas y sería bueno que, en privado si hace falta, los políticos, sobre todo los nuevos, se hicieran esta reflexión: ¿cómo podemos hacer de este poder una cosa fructífera, como lo fue el 1-O?

La independencia de Catalunya necesita que nuestros políticos se centren en corregir los defectos de fondo del ciclo que ahora ha acabado y pongan los cimientos para la victoria futura. 

La segunda prioridad es abandonar la carrera hacia la nada. ERC tiene que dejar de competir con el mundo posconvergente tratando de transmutarse con él y tiene que empezar a construir un discurso riguroso sobre qué quiere decir romper con España y por qué: cuál es el juego político y geoestratégico que puede hacer Catalunya en el mundo globalizado. Eso ciertamente no quiere decir abandonarse al discurso de ampliar la base, que es el discurso que lleva a reducirla. Quiere decir ser más ambicioso en los principios que sustentan el pensamiento y más audaz que astuto en las acciones. Hace falta plantear y no dejar para mañana cómo se hace la ruptura, con qué riesgos, y decidir si se quieren tomar o no, y decirlo claramente. Quien esté dispuesto a perder las elecciones para decir la verdad las acabará ganando. El mundo de JuntsxCat también tiene una oportunidad, pero es bien estrecha. Los jóvenes que han obtenido un ascenso gracias a todo lo que ha pasado —pienso en Artadi, Clotet, Piqué, y algunos miembros de la candidatura y del gobierno— tienen la responsabilidad también de construir un discurso de centro-derecha independentista que devuelva el significado de las palabras desde su tradición. Eso quiere decir dejar de lado el discurso del president legítimo como único discurso y empezar a trabajar en el contenido de lo que tiene que hacer el president más allá de decir que no tenemos el 50% + 1 de los votos (cosa que sólo es cierta si descuentas la represión y cuentas a los comunes como represores).

No soy optimista al respeto de estas dos prioridades, pero que no sea dicho que no existen posibilidades.

El debate que veremos estas semanas será una versión tragicómica de la carrera hacia el precipicio de los últimos meses. El president y su entorno querrán ser investidos apelando a la continuidad histórica, a pesar de las dificultades logísticas. Pero no están dispuestos a liderar la insurrección que haría falta para realmente devolver a Puigdemont a su despacho, de donde no tendría que haber salido nunca —de nuevo, el simbolismo sin hechos— porque sin una idea clara de qué hacer una vez estás en Palau, hacer correr este riesgo al país no parece que tenga ningún sentido. ERC parece encaminada a desescalar el conflicto por la vía de apelar al nuevo granero de votos que parece que se le abre en las zonas urbanas. Pero tampoco puede pronunciar un discurso de desescalamiento sin regalarle la hegemonía al mundo posconvergente y gratis. La idea de que la gente verá que Puigdemont ha mentido porque no puede volver es infantil. La gente quiere alguna forma de dignidad, y en el desierto de la derrota, sólo este símbolo les da un clavo ardiente al cual agarrarse y, además, parece que se defienda desde Macià hasta los presidents del futuro, haciéndolo.

Alguien tiene que poner el freno a esta carrera y señalar que no se trata de quién tiene menos miedo al precipicio, sino conducir hacia donde no hay. La independencia de Catalunya necesita que nuestros políticos se centren en corregir los defectos de fondo del ciclo que ahora ha acabado y pongan los cimientos para la victoria futura. ¿Si pudieras volver al 2010 y hacer las cosas que entonces no hiciste, y decir las cosas que entonces no dijiste, qué harías? Con un discurso de poder y de ambición se amplía la base y se abre la puerta para que el país —y no el Govern— pueda estar preparado. De lo contrario, el choque con el Estado seguirá siendo un juego sin fuerza detrás.

Bien, después de la derrota de octubre, la política catalana ha decidido incorporar la violencia militar del Estado como una cosa segura en cualquier escenario unilateral. Desde esta perspectiva, la única manera de avanzar es forzando al Estado a sentarse en la mesa. Si esta es la apuesta, tendríamos que empezar a discutirla seriamente.

¿Tenemos que asumir la violencia militar como una respuesta inevitable del Estado ante el derecho a la autodeterminación? ¿Cómo tenemos que poder responder a esta amenaza?

Podríamos hablar de política de resistencia institucional: bloquear todo lo que se pueda, seguir haciendo leyes desobedientes, poner los políticos y la política al servicio de la denuncia permanente, y confiar en la movilización hasta que en el Estado le sea más fácil entrar en una negociación para hacer un referéndum acordado que continuar en el conflicto. Eso quiere decir que los políticos y los activistas tendrán muchos números de ir pasando por los juzgados y por la prisión. Y que los actuales imputados tienen que pasar aún una buena temporada. No tengo nada claro que esta estrategia lleve a ningún sitio que no sea la lenta desaparición del objetivo de la independencia y de las ideas de Catalunya que se mezclan por debajo. Cuando los hechos son más fuertes que los discursos, los discursos se deshilachan. Si vas perdiendo en el terreno de los hechos, en el terreno de los discursos no tienes credibilidad. Los que tienen la responsabilidad de estar en el Parlament tienen que poder pensar en eso, porque si de lo que se trata es de evitar que la gente vaya a la prisión, tampoco hay discurso que se aguante. Por eso quiero escuchar cuál es la propuesta de fondo del soberanismo de partidos y asociaciones. Si la vía es forzar el Estado a sentarse en la mesa, pero hacerlo de manera tal que el uso de la fuerza militar sea en balde o innecesario, los políticos que quieren formar gobierno tienen que poder decir alguna cosa, más allá de restituir o restablecer lo que sea.

La alternativa es trabajar para la gestión de una falsa autonomía más o menos desplegada según el momento, bajo el intento de disolución más fuerte que habremos visto desde 1978. Al respecto, tampoco tenemos ideas claras en el debate público. Ahora que es evidente que no hay ninguna cesión que puedas hacer que no envalentone al adversario todavía más, y que no tienes herramientas para resistir la arbitrariedad de la judicatura, la fiscalía, las Cortes, y el ejecutivo central, sólo nos queda imaginar instrumentos políticos que partan de un encuadre psicológico diferente y rescate los valores fructíferos de del 1-O. Incluso si el camino largo es el único camino, más vale que desde el primer paso vayamos en la dirección correcta, aunque vamos corrigiendo el paso entre todos durante los próximos años: sobre todo si la violencia estructural se mantiene.

El objetivo de fondo parece que es arrastrar el conflicto al terreno que nos es propicio, que es el democrático. Tienes una fuerza acreditada en las urnas y otra fuerza acreditada en la historia. Estas dos fuerzas se tienen que poner en funcionamiento, pero no a ciegas. Toda opinión, por definición, es un ejercicio hecho a tientas. Pero la suma de manos hace un contorno. Por eso pido a todos los columnistas del país que traten de responder estas preguntas: primero: ¿tenemos que asumir la violencia militar como una respuesta inevitable del Estado ante el derecho a la autodeterminación? ¿cómo tenemos que poder responder a esta amenaza? Y segundo: para llevar el conflicto a un terreno donde el choque violento sea el menos probable posible, ¿de qué manera encaramos el conflicto creciente con el Estado?