Ya hemos visto lo que podíamos esperar de la desunión del independentismo. Aquí lo tenéis y que os aproveche, compatriotas. Ya hemos visto hasta dónde llega el independentismo mágico, las jugadas maestras y secretas, ya veis hasta dónde llegan las fantasías de la solidaridad republicana con los pueblos de España, las fantasías de la fraternidad de izquierda, ya hemos visto qué podemos esperar de la izquierda española solidaria que quiere y no puede, pero que a la hora de la verdad no puede. Y tampoco quiere. Ya hemos visto que mientras el president Carles Puigdemont, solo, y doliente, abandonado por todos, abandonado sobre todo por la carcundia, por los de la antigua Convergència, tiene el respeto de los que no somos nadie, de los que no somos nada pero que lo queremos todo, de los que discrepamos positivamente de la política de aquí y ahora, que mientras el president Puigdemont ha ganado las elecciones europeas en Catalunya, el independentismo político en su conjunto se mantiene fracturado y enfrentado, ridículamente dividido. Ya hemos visto los políticos que hablan de fraternidad pero se apuñalan entre ellos, ya hemos oído que también hablan de diálogo pero sólo quieren dialogar con sus carceleros españoles y no con los otros independentistas. Sería muy poderosa y victoriosa la imagen de Carles Puigdemont y de Oriol Junqueras, diputados europeos electos, representantes del pueblo catalán, abandonando por un momento las diferencias y, de manera profesional, de manera elegante y fraternal, ponerse a trabajar juntos por el país, juntos, desde las instituciones europeas, anteponiendo la profesionalidad, el patriotismo, a la rivalidad personal. Sería muy potente ver que en toda Catalunya, una pequeña gran nación de Europa, se fuera capaz de formar gobiernos de unidad nacional, al menos hoy que la existencia de la patria catalana está en entredicho. Desunidos nos acabarán colgando a todos. El independentismo en la ciudad de Barcelona y en el conjunto de Catalunya ha salido perdiendo.

La estrategia de Esquerra Republicana de crecer electoralmente a costa de los votantes socialistas y de izquierdas ha fracasado, al menos en estas elecciones. Junts per Catalunya crece electoralmente gracias a Esquerra y Esquerra crece gracias a los votos independentistas de centro y de derecha de Junts per Catalunya. El voto es tozudamente identitario, catalán o no catalán, pero nada social en su movilidad. Las elecciones del 26 de mayo nos enseñan, sobre todo en la ciudad de Barcelona, pero también en el conjunto del país, que hoy Catalunya tiene dos proyectos políticos irreconciliables y —se quiera admitir o no— dos proyectos enemigos. Por un lado el proyecto de una España centralista y de izquierdas —con maquillaje federal— que defienden los representantes del PSC, PSOE, Podemos y compañía. Un cambio político de baja intensidad, un cambio con pocas reformas auténticas, una tímida solución de compromiso con el régimen de 1978, que lo renueve superficialmente y vuelva a poner en órbita la ilusión de Felipe González de las elecciones de 1982. La ilusión de una España diversa y fraternal, socialmente innovadora y moderna. Y, por otra parte, el gran reto, el gran proyecto, la gran aventura política. Una independencia de Catalunya, de Catalunya y de, tal vez, otros territorios de lengua catalana, que rompa con la oligarquía española y el sistema que gobierna el Estado al menos desde el regreso de Fernando VII. Mientras el independentismo se mantenga dividido no podrá triunfar y provocar la separación de España. Y mientras la izquierda independentista no renuncie a la fantasía federal no hará más que alimentar la España imperial de la que dice que pretende separarse.