Por supuesto nunca he creído en el derecho de sangre de las dinastías, ni en la sangre azul de la aristocracia, pero hasta hace poco consideraba que, desde un punto de vista catalán, convenía más que España tuviera un rey que un presidente de república, básicamente porque el rey no se vota y el presidente, sí.

Situados en el esquema de una España autonómica y puestos a votar un presidente español, difícilmente habría sido elegido un catalán autonomista o autodeterminista para presidir la república —no veníamos precedidos en este caso de ninguna Gloriosa Revolución— y en caso de que eso ocurriera, el elegido sería un catalán tipo Josep Borrell o Albert Rivera, más centralista que los centralistas, dispuesto a hacer lo necesario para hacerse perdonar su origen. Y, evidentemente, un presidente elegido de forma democrática tendría toda la legitimidad para actuar como lo considerara oportuno, no debería ser neutral ni imparcial y desde Catalunya nadie podría reprocharle nada, dado que actuaría de acuerdo con la voluntad democráticamente expresada por los españoles.

Un rey, en cambio, como no tiene la legitimidad que otorgan las urnas, debe ganarse el apoyo de modo permanente y procurar tener a todo el mundo contento. Al inicio de la transición, los esfuerzos de la monarquía por ganarse a los catalanes fueron muy evidentes. El rey se tragó un presidente, Tarradellas, y una institución, la Generalitat, procedentes de la legitimidad republicana; pronunció sus primeros discursos en Catalunya en catalán, e incorporó en su jerga el concepto "pueblos de España". Ya sé que, en el ambiente hiperventilado de hoy, todo esto puede parecer bullshit, pero, viniendo de la dictadura, representó entonces un giro de 180 grados.

Un rey, como no tiene la legitimidad que otorgan las urnas, debe ganarse el apoyo de modo permanente y procurar tener a todo el mundo contento

Buena parte de los catalanes no disimularon su satisfacción. En 1981, el entonces alcalde de Barcelona, ​​Narcís Serra, organizó el día de las Fuerzas Armadas, y la ciudad se volcó y el desfile militar atrajo a un numeroso público familiar como si se tratara de un 14 de Julio en Francia. Después continuaron algunos gestos de relaciones públicas que tampoco eran menores. Juan Carlos I apoyó la candidatura olímpica de Barcelona antes que el Gobierno español. El monarca visitó el Parlament de Catalunya, lo que era una forma de apoyar las aspiraciones catalanas de autogobierno. (Fue cuando Juan Carlos preguntó qué había en el piso de arriba; el presidente Xicoy le contestó que "arriba tenemos las golfas", y con un ataque de risa Juan Carlos I le respondió: "Vaya, veo que tenéis de todo ".

Unos años más tarde, Juan Carlos envió a su heredero al palacio de la Ciutadella y fue cuando Felipe dijo lo de "Catalunya es lo que los catalanes quieren que sea". Pasados unos años, la Casa del Rey organizó la boda de la infanta Cristina en la capital catalana para compensar que la infanta Elena se había casado en Sevilla y el heredero lo haría en Madrid.

El papel del Rey es representar la voluntad de todos y al mismo tiempo, lo que obliga a actuar con inteligencia y audacia y a no dejarse arrastrar por las disputas políticas, partidistas o territoriales. Tiene que mantenerse por encima de los conflictos y contribuir al entendimiento. La propia Constitución española del 78 establece que el Rey "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones". Se trata de mantener un equilibrio y la neutralidad debe ser exquisita, porque la inclinación hacia un lado no afecta a la persona, sino a la institución. Si el Rey se pronuncia políticamente, el problema tiene difícil remedio, porque no están previstas unas elecciones en las que los ciudadanos puedan expresar su satisfacción o rechazo. Y si la monarquía le niega a un ciudadano una reivindicación, la negación es para siempre y por tanto la monarquía deja de ser una institución útil para ese ciudadano.

Las imágenes de Tarragona del viernes son dramáticas: prefirieron dejar el estadio vacío para evitar un nuevo abucheo al monarca

Durante muchos años, la estrategia política de los gobiernos de Jordi Pujol planteaba un esquema de soberanía compartida basado en el pacto con la Corona. Pujol se quejaba a menudo de los gobiernos españoles, pero nunca del jefe del Estado. Es más o menos el planteamiento de los escoceses. Alex Salmond tenía claro que si Escocia se independizaba continuaría reconociendo a Isabel de Inglaterra como reina también suya. Estoy convencido de que la reina de Inglaterra no quería de ninguna manera que ganara el sí a la independencia en el referéndum escocés, pero, consciente de su papel, se guardó bien de decirlo. Todo lo contrario de lo que hizo Felipe VI el 3 de octubre, lo que ha tenido como respuesta la ruptura de relaciones institucionales entre el Govern de la Generalitat y el Rey, un hecho simbólicamente gravísimo que tiene difícil solución.

Las imágenes de Tarragona del viernes son dramáticas. Es obvio que se seleccionó ideológicamente al público asistente y, como no encontraron suficiente quorum, prefirieron dejar el estadio vacío antes que llenarlo de gente para evitar un nuevo abucheo al monarca.

Si el conflicto catalán no se podía arreglar con Rajoy, Rajoy, como se ha visto, era sustituible, pero si el conflicto catalán no se puede arreglar con el Rey, la monarquía, que había de ejercer de aliada para resolverlo, se ha convertido en un problema. No sé si Felipe VI deberá disculparse como pretende el president Torra, pero lo que es seguro es que tendrá que rectificar si quiere volver a ser un factor de estabilidad. Y, se mire como se mire, la estabilidad es incompatible con la existencia de presos y exiliados.