Es significativo que la Delegación del Gobierno en la Comunidad de Madrid necesite rebajar torpemente la cifra de asistentes a la manifestación de ayer en Madrid amparándose en que el cálculo lo ha hecho la Policía Nacional, el mismo cuerpo que zurró de lo lindo a los votantes del 1 de Octubre. Más insólito aún es que en su comunicado oficial la Delegación del Gobierno afirme que se trata de una "manifestación secesionista". Es de suponer que en adelante la Delegación calificará las manifestaciones. Fascista si la convoca Vox, neofalangista si la convoca Ciudadanos, neofranquista si es del PP o socialista de boquilla si es del PSOE...

La Delegación del Gobierno se delata a sí misma manipulando y mostrando su animadversión, tergiversando la convocatoria, que era de protesta por el juicio al procés, por los derechos civiles y la autodeterminación y que en ella participaban también varios colectivos españoles que no tenían nada de secesionistas pero, eso sí, mucho de republicanos. Eso es lo que preocupa. Todo el mundo recuerda que las repúblicas en España siempre empiezan por Catalunya.

La cuestión de fondo es que fueron miles de catalanes los que consideraron que había que llevar la reivindicación a la capital del Estado. Y lo hicieron respondiendo a la convocatoria de entidades soberanistas como Òmnium Cultural y la Assemblea Nacional Catalana. Lo que pone de manifiesto, una vez más, que para los catalanes, también para los que quieren la independencia de Catalunya, España es un interlocutor principal. Si algo quedó claro en la tarde de ayer fue que el soberanismo catalán no es en absoluto antiespañol ni tampoco indiferente a España y que las reivindicaciones catalanas forman parte inseparable de la lucha por los derechos civiles en el conjunto español. Los momentos más emotivos fueron los que evocaban la solidaridad entre los pueblos de España. Una pancarta muy celebrada decía: "Hemos venido a despedirnos". Fue brillante, pero solo como chiste.

De hecho, esta manía de implicarse en los asuntos españoles fue muy despreciada por Sabino Arana, padre fundador del nacionalismo vasco, que lo consideraba un signo de decadencia. Xosé Manuel Beiras, histórico del nacionalismo gallego, siempre decía que los catalanes eran muy diferentes a los nacionalistas vascos y gallegos, porque "han interiorizado la política española como un asunto doméstico, mientras que nosotros y los vascos concebimos la política española con criterios de política exterior". Y Jordi Solé-Tura escribió que el catalanismo era un movimiento regeneracionista que emergía en los momentos de decadencia española.

No es subjetivo observar que España atraviesa un momento de decadencia. Las instituciones han perdido credibilidad, la corrupción se ha convertido en un elemento del paisaje, la Constitución se ha tergiversado para restringir derechos y reprimir libertades y la economía no funciona. Y como suele ocurrir en estas circunstancias buena parte de los catalanes no se resignan, pero los fascistas pasan a la ofensiva. Cierto es que en otros momentos de la historia el catalanismo tenía homólogos en el resto de España, generalmente la izquierda y los republicanos. Ahora, en cambio, todo parece más complicado. La izquierda oficial y los sindicatos mayoritarios parecen tan comprometidos con el régimen como los partidos conservadores. Ayer, ni siquiera Podemos se atrevió a secundar la convocatoria. Sin embargo una cosa es la política oficial y otra muy distinta la gente. Ahora vivimos tiempos difíciles. En todas partes están ganando los malos de la historia, apadrinados por Donald Trump, pero no hay que ser pesimista. Cualquier tormenta cambiará el escenario. Con altibajos, la historia siempre va adelante, el progreso de la humanidad no se detiene. La lucha por las libertades y los derechos civiles no se acaba nunca y, para bien o para mal, a Catalunya siempre le ha tocado arremangarse y ejercer el papel de vanguardia... española.