Los diarios españoles informaban este fin de semana de una exposición en el Museo del Prado con la unanimidad típica de la prensa dirigida. “La Unión Europea de la pintura”, titulaba El País. “Velázquez y Rembrandt son Europa”, anunciaba La Vanguardia. “Velázquez y Rembrandt derriban los prejuicios nacionalistas”, explicaba Libertad Digital

La muestra reúne 72 obras del barroco hispánico y holandés y quiere ser “un manifiesto a favor de la cultura europea contra los excesos nacionalistas”, ha dicho el comisario de la exposición. El último libro de Timothy Snyder, The Road to Unfreedom, ayuda entender por qué el Museo del Prado tiene tanta prisa a hacer ver que discute los relatos hegemónicos sobre los grandes pintores del siglo XVII.

La Unión Europea, dice Snyder, tiene un legado que debería de compartir con el mundo, y que a la larga será imprescindible para su supervivencia. Pero hasta ahora la política de integración no ha pasado de ser una coartada para barnizar de democracia y de respeto a la ley la fuga adelante de los viejos imperios europeos fallidos con la emergencia de los Estados Unidos, Rusia y últimamente China. 

Las grandes capitales europeas no han dejado de buscar en el continente una vía para sustituir a las colonias que perdieron entre finales del siglo XIX y finales del siglo XX. París ve en la Unión Europea la única manera de mantener su influencia; Berlín, la única forma de dominar el continente sin perder otra guerra; Madrid abraza Bruselas para olvidar las dictaduras que engendraron las sucesivas crisis coloniales. 

Si la construcción europea se hiciera a través de una conciencia histórica genuina, se vería que Brusel·les no es fruto de un conglomerado de Estados Nación sólidos y homogéneos, sino más bien de una alianza de imperios derrotados y decadentes. Incluso Holanda y la Gran Bretaña, o Italia y Portugal, encontraron en la idea de Europa una pista de aterrizaje cómoda al final de sus aventuras colonizadoras. 

Carecidos de una educación seria sobre los respectivos pasados imperiales, los europeos viven instalados en una base de mentiras cada vez más gruesa y contraproducente. España es el ejemplo más grotesco de esta Europa que dice haber aprendido las lecciones del siglo XX, pero que ha fallado en Catalunya igual que falló en Ucrania y en Yugoslavia. 

La exposición del Prado y los titulares propagandísticos de la prensa no se explican sin la urgencia de Madrid para encontrar otra "unidad de destino en lo universal" que le permita seguir negando la existencia de la nación catalana. Como ya he explicado en mi blog de suscripción, los negocios europeos de Pedro Sánchez se alimentan del pánico y del vacío que ha dejado la quiebra del processismo.

La promoción de una identidad europea de cartón piedra para enterrar la cuestión catalana, tendrá efectos corrosivos para los valores democráticos del continente

En la Gran Bretaña o en Bélgica, la solución europea sirvió para despertar un debate más o menos intenso, pero democrático, sobre la unidad política. En España, las reivindicaciones independentistas han degenerado en una dialéctica explosiva, que ha destruido el prestigio de las instituciones autonómicas y ha dejado el Rey y el 1 de octubre como fuente simbólica de dos legitimidades enfrentadas.

Igual que Francia, pero con más contradicciones, España hace años que mira de pasar de defender la idea del imperio a reivindicar el Estado nación mondo y lirondo sin someterse a referéndums que pongan en cuestión su unidad política. No parece casualidad que El Prado haya retrocedido hasta la pintura holandesa del siglo XVII para legitimar la estrategia europea del gobierno español. 

Rembrandt y Veermer vivieron el inicio de la leyenda negra y la cruenta guerra de independencia de los Países Bajos, que acabó de alienar a los catalanes del proyecto hispánico y marcó el inicio de su larga decadencia. Franco ya intentó reescribir la historia de España desde el siglo XVII, en nombre del catolicismo, y no hay que recordar como contribuyó a desprestigiar las raíces cristianas de Europa. 

La promoción de una identidad europea de cartón piedra para enterrar la cuestión catalana, tendrá efectos corrosivos para los valores democráticos del continente. Si Ucrania y Yugoslavia sirvieron para poner en evidencia la incapacidad de Europa para hacer valer su discurso más allá de sus fronteras, Catalunya hará cada vez más en evidente la fragilidad de su cohesión interna. 

Europa todavía es el mercado más grande del mundo, pero sin un propósito moral como el que tenían Schuman o Maritain, irá de mal en peor a medida que los Estados Unidos dejen de tutelarla y Rusia y China la presionen. Las pensiones y la sanidad pública, pagadas con las plusvalías de unos imperios cada día más lejanos, no son suficientes para defender un territorio soberano, ni de convivencia. 

Como han podido constatar los mismos políticos catalanes, en los últimos siglos de relación con España, no se puede construir nada que dure solo sobre el bienestar material y beneficio económico, por más que se presente disfrazado de buenas palabras. Si la Unión Europea quiere resistir la influencia de China y Rusia en el mundo que viene, tendrá que evitar caer en trucos cosméticos y afrontar los procesos de descolonización interna que sean necesarios.

Hasta ahora solo habían creído de verdad en Europa las naciones pequeñas del continente. Si ahora las grandes no se la toman también en serio, la Unión no funcionará.