Afronté la comida de ayer muy sereno, con total fortaleza, consciente de la injusticia que significa cascarse en pocos minutos una sopa que exige a mi santa madre muchas horas de preparación, y dispuesto a sacarle las vergüenzas a un régimen antidemocrático y judicialmente atrasado que me impone celebrar el nacimiento del niño Jesús en un estado aparentemente no confesional. La manduca resulto un fiel reflejo del país, estancado en este mórbido silencio que se crea cuando nadie osa hablar de política. Cuando mi primo ciudadáner reivindicó a Franco como ideólogo creador de la Seguridad Social española y a su vez constructor de pantanos, conseguí no lanzarle un fragmento del maravilloso turrón de crema que fabrican en can Vives, pues no quería que los españoles consiguieran la foto que desean. Por respeto a la huelga de hambre de los presos políticos, faltaría más, dejamos una silla vacía en la mesa familiar, con su obligado lacito.

En esta Catalunya llena de quisquillosos, los actos comunitarios son cada día más difíciles de conllevar. Mis sobrinos, criados en Madrid, tuvieron a bien ofrecernos el reglamentario poema navideño y el abuelo protestó iracundo porque no se sabían ninguno en la lengua de la tribu: “Digueu-ne un en català, que som a Barcelona”, gritó Lluís Maria a los pobres chavales. Afortunadamente, aunque no están escolarizados en catalán y por ello participan solamente en espectáculos que se dan en español, los niños conocen perfectamente la primera estrofa del Virolai y consiguieron cantarla sin un solo fallo de letra. De hecho, la mayoría de los catalanes solo saben los cuatro primeros versos de la canción, y cuando llegan a la “serra d’or” confunden serafines y angelitos, y el pobre Verdaguer se remueve en la tumba. Lo salvamos tan bien como pudimos, y el abuelo Lluís Maria renunció a la supremacía cultural de la lengua a base de grandes dosis de ratafía.

Llegada la calma, intenté ensanchar la base de lo nuestro conversando con mi tía, una vecina del Eixample de toda la vida, catalanista de pro, que considera que Ada Colau tampoco es tan mala y que una mujer en la primera línea del poder siempre luce igualdad. Para acercarme a ella, le robé un tuit a Roger Palà, que siempre resulta ideal para aproximarse a los catalanes mesetarios. “No estic gens d'acord amb el lema generalitzador 'Premsa espanyola manipuladora' que hem sentit darrerament en algunes manis”, le disparé con un tono que mezclaba gallardía con humor de media tarde, “perquè ni tota la premsa espanyola manipula, ni tota la premsa catalana és un model de qualitat i excel·lència. A tot arreu hi ha de tot.” Cuando Carmesina, así se llama la mujer, escuchó mi argumento, puso cara de pensar que no había para tanto y dijo que quizás votaría a Ernest Maragall, que parece un hombre muy correcto.

En ese preciso instante, desde lo más íntimo de mi ser, llegué a pensar que este sería el último ágape navideño autonómico que celebraría. Escondido, con voz tan baja como firme, les leí a mis sobrinos un fragmento de Estimats Lluc i Joana. No sabían nada de la situación de los familiares de los presos, pero ahora dicen que lo explicaran a sus compañeros de escuela en Madrid, porque les ha pillado una prisa inaudita para instaurar una España republicana y más solidaria con el pueblo catalán, que también existe esa España. Realmente, las comidas navideñas obran milagros.