El desconsuelo hiela la sangre. En el mundo de la política, el desconsuelo es la inoperancia, los actos que solo responden al coyunturalismo, motivados por la desesperación de no saber qué hacer. Por despecho. Cuando se apaga un fuego y se cree que el incendiario ya está en la jaula, enseguida se enciende otro fuego, quizás incluso más vivo. Lo importante es que, dadas las circunstancias, los políticos —o sea, los bomberos— tengan agua suficiente para apaciguar las llamas y que la manguera llegue al corazón de la tiniebla. Lo que es seguro es que los contratiempos no se superan lamiéndose las heridas.

La semana pasada fue intensa. Ahora todo el mundo escribe a toro pasado y asegura que ya sabía lo que pasaría. Los cálculos de Pedro Sánchez, que desde los comienzos de su breve mandato ya calculaba cuál sería el momento más propicio para convocar elecciones anticipadas, o la falta de maña de los negociadores independentistas, que no supieron afrontar el diálogo con la vicepresidenta española Carmen Calvo con la sinceridad y la valentía que reclamaba la gran crisis política que viven España y Catalunya. En realidad todo es más simple, puesto que la política hoy en día ya no es un arte para convertirse en una acumulación de reacciones convulsas. Si por lo menos respondiera a una táctica —o sea, el método o sistema para ejecutar o conseguir algo—, estaríamos mejor. El impulso es más fuerte que la perspicacia de mover las piezas en una partida de ajedrez.

Todo es imprevisible salvo una certeza absoluta. El Estado no está dispuesto a ceder ni un milímetro ante las reivindicaciones del independentismo catalán. Toda victoria tendrá un coste. Y quien no quiera asumir ese coste, pues tendrá que repensar qué hacer. He escrito y he proclamado que el 27-O estuvo a punto de matar el 1-O. El error de cálculo fue tan bestial, que se están pagando sus consecuencias en los juzgados. “Si hubiéramos hecho efectiva la independencia el 27-O, ahora no  habría presos políticos” —sentenció Elisenda Paluzie el sábado por la tarde en la manifestación de la Gran Vía. Una gran frase, muy épica, pero que es una ucronía. Un cándido idealismo de quien reconstruye la historia sobre datos hipotéticos. La independencia no pudo ser porque al llegar al lugar del incendio, los bomberos —los políticos— no disponían de los enseres para dominar el fuego.

¿Que las cosas sean así invalida la causa independentista y todo lo ocurrido hasta hoy? No, en absoluto. El reclamo de independencia, al que ahora es necesario sumar la reivindicación de la calidad democrática perdida por los excesos del Estado, no va a cesar simplemente porque los dirigentes de entonces —hoy en el exilio o en la cárcel— se equivocaran por completo. Debemos rehacer las fuerzas, en todo caso. Hay que volver a analizar la realidad para aplicar las recetas que nos convengan. Y, de entrada, hay que volver a hacer política desde Catalunya. El auge de la extrema derecha en España es culpa del electorado español y no de los catalanes independentistas. Aceptar lo contrario sería como si diéramos por bueno la teoría de que Cs creció en Catalunya, restando a los socialistas y a los comunistas, del independentismo. Quizás que empecemos reconociendo que la política del PSC dirigida a ciertos sectores del electorado catalán fue tan ineficaz como intentar curar un cáncer de hígado con un ibuprofeno, el medicamento al que ha dado fama Josep Borrell, pero que solo sirve para apaciguar la resaca.

Construir la unidad desde la observación, el realismo y las oportunidades, es lo que pide la gente que se agolpa en las calles de Barcelona a pesar de los políticos que se ve obligada a soportar

Pedro Sánchez acaba de convocar elecciones generales para el 28-A. Hay soberanistas, y hay un montón, que pueden llegar a tener la tentación de plantearse, como anunciaba un exconseller convergente en un artículo reciente, que si lo que conviene es que gane Sánchez, ¿por qué no votar directamente por Sánchez? Esa sería la visón española de las elecciones. La visión catalana, en cambio, solo puede ser preguntarse cómo se puede fortalecer la representación soberanista en el Congreso de los Diputados para que actúe políticamente. Y una aclaración, dirigida a estos soberanistas que acusan a los grupos independentistas de haber provocado la caída del gobierno español porque no han abandonado la política. Pedro Sánchez ha convocado elecciones por puro partidismo. Podía haber alargado la legislatura con la prórroga de los presupuestos y no lo ha hecho. No ha querido asumir la posibilidad de que más adelante el diálogo con los independentistas tuviera un coste electoral para él. Sánchez se siente ahora más libre para hacer creíble su relato patriótico.

Los momentos excepcionales reclaman soluciones excepcionales. En España hay mucho interés por rehacer la alianza entre PSOE y Cs para liberar a los socialistas de dependencias amargas. Podemos y los independentistas son una molestia. Por eso se quiere redibujar el centro. No sería una mala solución si no fuera que mantendrá vivo el conflicto con Catalunya, pues el nacionalismo exacerbado de los llamados liberales —que lo son tanto como lo era el austríaco Jörg Haider, líder del FPÖ— impedirá encontrar una solución política razonada y razonable. El independentismo debería ser mucho más listo que los poderes españoles interesados en acabar con el conflicto con una victoria agobiante y el adiestramiento de los políticos catalanes con penas severas de prisión. Esta es la hora de una alianza de país que dirija el partido que esté en mejores condiciones para hacerlo. La unidad no es un valor esotérico y solo toma cuerpo con quién tiene más fuerza para lograrlo.

Hoy el mundo posconvergente está dentro de un laberinto sectario que no lleva a ninguna parte y lo inhabilita para liderar nada. El desconsuelo no es que les hiele la sangre, ha convertido ese mundo en el cadáver congelado de Walt Disney que espera una resurrección milagrosa. Sin políticos no hay política. Y por eso hay que explorar otras opciones. En política, y siempre va bien recurrir a Churchill cuando se habla de política, “un optimista ve una oportunidad en toda calamidad, un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad”. Los optimistas como yo —a pesar de la tentación permanente, que sospecho que debe ser genéticamente catalana, de mandarlo todo al carajo— tendrían que favorecer la unidad desde la honestidad política. Deshaciendo caminos, si es necesario. Y empiezo por asumir lo que también apuntó el viejo premier británico, sobre que comerse las propias palabras es una dieta muy equilibrada. Descubrirlo a tiempo puede llegar a ser una solución. Apelar a la unidad no es una dieta. Construirla desde la observación, el realismo y las oportunidades, es lo que pide la gente que se agolpa en las calles de Barcelona a pesar de los políticos que se ve obligada a soportar. Por cierto, y por si no lo sabían, el creador de Mickey Mouse está enterrado al cementerio Monte Lawn Memorial Park de Glendale, en la ciudad californiana de Los Ángeles. No lo congelaron jamás.