Es necesario imaginar el futuro antes de que nos asalte. Debemos tener nostalgia del futuro, por decirlo a la manera del gran cartelista valenciano Josep Renau, especialmente en política. Las vivencias del trayecto no son exactamente este futuro imaginado, pero nos aproximan a él. Son la luz que nos guía incluso aunque sepamos que tal vez algunas personas —¿quizás nosotros?— no conseguirán llegar a la próxima estación de enlace. Da igual, porque sin utopía es imposible vivir. Una vida sin esta concepción imaginada (que no quiere decir imaginaria) de la sociedad ideal no tiene sentido. La utopía no es una doctrina o un sistema “deseable que parece de muy difícil realización” o un ideal imaginario, como recoge la definición del diccionario de la RAE; no es un “sueño”, una “ilusión” o una “quimera”. Es, en todo caso, la síntesis arquetípica de lo que “tendría que ser” según nuestra forma de pensar y de entender el mundo. Me confieso utópico porque tengo ideales. Y me siento progresista porque tengo más nostalgia del futuro que del pasado. Me entristece mucho más no poder vivir lo que está por venir que recordar viejas glorias pasadas. O si lo quieren leer escrito más poéticamente, cojan el verso del conocido soneto de J.V. Foix que dice así: “M’exalta el nou i m’enamora el vell”, que para mí no es ningún cándido arranque.

Aplicado a la política, lo que acabo de exponer sobre la utopía debería poder traducirse en la exposición —y posterior realización— de políticas públicas reformistas. El ideal de bienestar no se puede reducir a una estadística, al hecho de que suba o baje el índice de paro, por ejemplo, que es el modo como la política actual mide el bien común. El bienestar es el derecho a la felicidad, como ya proclamaban los revolucionarios de 1776 cuando escribieron la declaración de independencia de los EE. UU. Durante la discusión parlamentaria de los días 28, 29 y 30 de septiembre de 2005 sobre el proyecto de Estatuto de Catalunya, el debate acerca de la felicidad tenía ese trasfondo que le dieron los padres fundadores norteamericanos. El ideal republicano tiene, precisamente, todavía hoy, el espíritu democrático e igualitario que tenía en 1813 cuando Thomas Jefferson, el tercer presidente estadounidense, proclamaba que ninguna ley natural justificaba la desigualdad. En manos de los pragmáticos, el ideal de libertad se corrompe al traducirlo a una presunta “articulación política real” despojada del espíritu contestatario y antidespótico que tendría que tener para aproximarnos a la felicidad.

No es imprescindible haber leído el ensayo del irlandés Philip Pettit sobre el republicanismo para saber que los programas políticos republicanos —y las propuestas normativas subsiguientes— que no respondan a una filosofía política de este tipo no son realmente progresistas. Por eso en España no abunda el progresismo y el tripartito de derechas, a pesar de que aritméticamente no sume para gobernar, es mayoritario. El ideal de libertad queda ahogado por una nacionalismo reaccionario que abona la arbitrariedad. No sé si el exprimer ministro José Luis Rodríguez Zapatero leyó realmente el libro de Philip Pettit, a pesar de que lo mencionaba a menudo, pero está claro que no llegó a asimilar que el republicanismo, cuando es auténtico, se apoya en el principio de la libertad entendida como ausencia de dominación o ausencia de dependencia de la voluntad arbitraria de otros individuos u otros poderes. En 2003, cuando Pasqual Maragall arrancó del secretario general del PSOE la promesa que aceptaría la voluntad de autogobierno de los ciudadanos de Catalunya expresada en las urnas, Rodríguez Zapatero, entonces en la oposición, se comprometió a hacerlo. No dudo de que lo hiciera con convicción, pero a la mañana siguiente de ganar las elecciones dejó a un lado aquella promesa “republicana”. En el siglo XVII, en el contexto de la Guerra de los Segadores y de la breve República Catalana, Pau Claris afirmaba que Catalunya estaba esclavizada por insolentes. Casi cuatrocientos años después, la insolvencia de los gobernantes españoles se mantiene intacta, sin sofisticaciones de ningún tipo.

En manos de los pragmáticos, el ideal de libertad se corrompe al traducirlo a una presunta “articulación política real” despojada del espíritu contestatario y antidespótico que tendría que tener para aproximarnos a la felicidad

La nostalgia de Renau es la mejor descripción del progreso: saber de dónde vienes y cuáles son tus referentes, para poder construir el futuro colectivamente, a pie de calle, pero animados por la defensa de la “virtud cívica” como cimiento de cualquier gobierno (es decir, un gobierno que sea transparente, que rinda cuentas, y que sea, también, éticamente responsable). Los republicanos de verdad son idealistas en el buen sentido de la palabra. Son modernos y son utópicos porque creen que la utopía puede tener una traducción terrenal, cotidiana, que transforme la realidad, con más o menos dificultades, con el objetivo de mejorar la vida de las personas. Ser feliz es un derecho y no un espejismo. Es el oasis regado por las aguas subterráneas del ideal. Cuando alguien reduce el concepto de seguridad a las patrullas policiales (Manuel Valls, por ejemplo), es que no es realmente republicano. La coacción no genera consenso, “la coerción es en sí misma un mal” —escribe Pettit— que redunda en la dominación, que es el cáncer que mata la libertad. Una sociedad segura es aquella que es capaz de resolver los conflictos y los disensos que alteran la convivencia con propuestas positivas. La carencia de vivienda o la libertad nacional solo se pueden resolver si los políticos ofrecen propuestas basadas en la no-discriminación y la no-dominación.

Cuando un ciudadano acude a votar debería tener en cuenta este tipo de cuestiones. Tendría que saber que la democracia le debe más a la contestación que a un proceso electoral en concreto.  Soy de los que defienden un republicanismo posible, “de gas y agua”, dicho a la manera clásica del socialismo laborista, pero, como Pettit, “detesto el romanticismo en política”, que es lo que pasa cuando la práctica política no está orientada por un ideal y, sobre todo, cuando alguien —un gobierno o un tribunal, como pasa en España— se cree con el “derecho” de interferir en la capacidad de decidir de los individuos. Cuando eso pasa, la democracia queda reducida a introducir una papeleta dentro de una urna sin que tenga el valor real que debería tener. Impedir votar o dedicarse al filibusterismo judicial para eliminar a los opositores de la ecuación electoral —Puigdemont, por ejemplo—, es antirrepublicano y, por lo tanto, contrario a la democracia. Todo el mundo sabe que incluso las dictaduras se esconden tras una urna para justificarse. Franco lo hizo. Y Maduro también lo hace. Pero la represión que esos dictadores ejercen sobre los opositores con las urnas como coartada no impiden ver que las urnas sin democracia son, simplemente, un decorado que justifica la opresión. Las dictaduras electorales son antirrepublicanas.