La bandera de Nueva Zelanda es un trapo de color azul con la bandera de Reino Unido en un lado y cuatro estrellas rojas fileteadas de blanco que representan la constelación de la Cruz del Sur. Es una bandera de inspiración colonial, muy parecida a la de Australia, que también representa la Cruz del Sur en la parte batiente, a pesar de que cuenta con una estrella más que la otra, pequeña. Del 2o de noviembre al 11 diciembre de 2015, Nueva Zelanda celebró un referéndum (sí, sí, un referéndum legal) para votar un nuevo diseño, entre un montón de propuestas, que sustituyera la bandera de los colonizadores, oficializada en 1902. El diseño ganador, creado por Kyle Lockwood, consiste en la popular hoja de helecho plateado con fondo azul y negro, y las cuatro estrellas rojas que forman la Cruz del Sur. La fusión de lo nuevo con lo viejo, con un recuerdo explícito a los aborígenes maoríes. Entre el 3 y el 24 de marzo de 2016, se celebró otro referéndum (también perfectamente legal) para que los neozelandeses decidieran definitivamente si el nuevo trapo coloreado (que es lo que son todas las banderas) sustituía a la antigua bandera. Ganaron los partidarios de no cambiar nada con el 56,7% de los votos, frente al 43,3% de los favorables a adoptar el diseño de Lockwood.

Este es uno de los pocos casos en el mundo que se ha intentado cambiar la bandera de forma pacífica y racional. La guerra de banderas está asociada a la conflictividad política. Durante los años de la Transición, la guerra de banderas fue especialmente dura en el País Valencià. La “peste azul” no solamente quería separar a valencianos y catalanes, unidos por la historia y la cultura, si bien separados por la política, sino que pretendía desnaturalizar la nación de los valencianos. El periodista e historiador Bruno Cianci, experto en vexilología, la disciplina que estudia las banderas, en 2016 publicó La stoffa delle nazioni (“La tela de las naciones”). El primer capítulo del libro está dedicado a la señera con el título: “Señera, orgullo catalán. Historia de la primera bandera nacional”. En él explica específicamente que el Pendón de la Conquista, conservado en el Archivo Histórico Municipal de València, es la bandera nacional más antigua del mundo. La franja azul no aparece por ninguna parte. Historia y política a menudo no ligan. Al contrario, hay quien se emperra en distorsionar la historia con anacronismos. La historia, como la literatura, solo se entiende desde la contemporaneidad, pero no hasta el punto de distorsionarla, de falsearla.

Sánchez es tan poca cosa que es incapaz incluso de ser fiel a la historia

España es el único Estado europeo que tiene dos banderas. La rojigualda, adoptada mediante un concurso promovido por Carlos III en 1785, y la republicana, que solo se usó oficialmente durante la Segunda República, dado que la Primera, la de 1873, mantuvo el trapo monárquico con un escudo sin corona y prescindiendo de los escudos catalán y navarro. La bandera republicana española identificó a los vencidos de 1939. A los vencidos españoles, dado que los catalanes se identificaban con la señera. Joan Casanovas, Pompeu Fabra o Antoni Rovira i Virgili, muertos en 1942, 1948 y 1949, respectivamente, fueron enterrados envueltos con la señera, como los hermanos Badia fueron enterrados con la estelada en abril de 1936, cuando fueron asesinados. El poeta Antonio Machado murió en Cotlliure el 22 de febrero de 1939. Había atravesado la frontera junto a insignes intelectuales catalanes acompañado de su madre —que murió tres días después de que muriera él—, y la capilla ardiente se instaló en la misma ciudad costera. El cuerpo del insigne escritor castellano fue cubierto con la bandera republicana, símbolo de la libertad perdida, por lo menos para los demócratas españoles.

Han transcurrido 80 años. Podríamos haber olvidado aquel episodio, pero los traumas cuesta superarlos, en especial si no se ha aplicado la terapia adecuada. La Transición blanqueó al franquismo —incluyendo a la monarquía— hasta el punto de que la idolatría ha encaramado al rey a la condición de intocable. Aznar plantó una bandera española desproporcionada en la plaza de Colón por pura imitación a lo hecho por algunos gerifaltes latinoamericanos en sus respectivos países. Es como si hubieran leído a Michael Billig y su conocido estudio sobre el nacionalismo banal en los EE.UU., traducido al español por Capitán Swing. La banalidad simbólica tomaba en este libro el sentido de cotidianidad en vez del de superficialidad o de algo que no tenga interés, pues las banderas sirven para eso, para que Walt Kowalski, el veterano de la guerra de Corea jubilado protagonista de una maravillosa película de Clint Eastwood, Gran Torino, se obsesione en colocarla bien todas las mañanas.

El nacionalismo banal traduce una manera de pensar. Un universo mental al que asustan los referéndums como el de Nueva Zelanda. Por eso Pedro Sánchez tuvo la osadía de ofrecer una corona de flores decorada con la bandera monárquica española, la bicolor, la enseña de los perseguidores de Machado. Sánchez es tan poca cosa que es incapaz incluso de ser fiel a la historia. No sabe cumplir ni la ley de Memoria Histórica. Está claro que, por ejemplo, Putin no homenajearía al poeta Mayakovki con una bandera roja comunista. Le ofrecería la tricolor rusa actual. Pero es que Putin no va de progre, a pesar de que sueñe con recuperar el antiguo imperio soviético. España es un cortijo dominado por los franquistas —pero la culpa es, ¡vaya por Dios!, de los independentistas—, y Sánchez, el gran estadista que tiene solución para todo. A mí, en cambio, me recuerda a aquellos trileros que antes había en La Rambla y que han desaparecido bajo las bagatelas de los manteros.