En 1997, Fareed Zakaria escribió en Foreign Affairs un artículo premonitorio. En “The Rise of Illiberal Democracy” (El aumento de la democracia iliberal), el prestigioso columnista del Washington Post afirmaba que ya entonces proliferaban los regímenes democráticamente elegidos pero que al mismo tiempo ignoraban los límites de su poder y privaban a los ciudadanos de las libertades básicas. Del Perú hasta las Filipinas —apuntaba— se detecta el crecimiento de un fenómeno inquietante que mina la democracia. Y este fenómeno no era otro que el aumento de la intolerancia. El liberalismo constitucional es la base de la democracia contemporánea. Con el objetivo de garantizar los derechos propios de una democracia, el liberalismo constitucional puso mucho énfasis en la separación y el control de los diferentes poderes que configuran el Estado. Sin separación de poderes, la democracia no es democracia. Quizás se orgánica o popular, que son dos de las formas del totalitarismo moderno.

Por lo tanto, y siguiendo con el razonamiento de Zakaria, una democracia que no se base en el liberalismo constitucional tiende a promover regímenes centralizados, erosiona la libertad, fomenta las luchas étnicas, de identidad, nacionales o lingüísticas y, en general, el conflicto y la guerra. Zakaria escribió el artículo en el contexto del conflicto de los Balcanes y proponía que la comunidad internacional y los EE.UU. fueran proactivos para evitar la proliferación de ese mal que estaba carcomiendo la democracia. Entonces eran los dirigentes nacionalistas serbios y rusos, pero también los croatas, quienes estaban detrás de la intolerancia que había matado la democracia en Bosnia. O en Ucrania, por citar otro caso. El horror de las limpiezas étnicas en los Balcanes o en Ruanda, o la matanza de la plaza de Tiananmen, anunciaban la imposición de prácticas propias de las llamadas democracias iliberales. El mal procedía del este, sin embargo. O eso decían.

Una democracia que no se base en el liberalismo constitucional tiende a promover regímenes centralizados, erosiona la libertad, fomenta las luchas étnicas, de identidad, nacionales o lingüísticas y, en general, el conflicto y la guerra

Han pasado poco más de dos décadas desde aquella temprana advertencia. Ahora todos los columnistas del mundo escriben artículos advirtiendo de la expansión de este mal por todas partes. Y en especial en el corazón de la democracia liberal. En los EE.UU., en los países escandinavos, en Italia, en Polonia, en Hungría y.… en España, entre otros muchos estados con democracias formales. Nadie pone en entredicho que Donald Trump o Víktor Orbán sean dos personajes peligrosos, a pesar de que el primero está teóricamente más controlado que el segundo. A Trump, cuando menos, puede investigarlo el FBI, a pesar de que él se resista. Orbán, en cambio, ha convertido Hungría en una especie de dictadura conservadora que se permite el lujo de echar fuera del país a la Central  European University, fundada por George Soros y de la que es rector Michael Ignatieff, el prestigioso académico canadiense que hace unos años era el presidente del Partido Liberal.

España es una democracia formal. Como los EE.UU. o Hungría o Italia o el Reino Unido o Francia. Pero el régimen del 78 se construyó con los pies hundidos en la dictadura franquista. El barro se ha ido secando y la petrificación del sistema impide algún tipo de reformismo. Al contrario. Esta vez “Spain is not different”. La deriva autoritaria del Estado empezó muy temprano con la excusa de la lucha antiterrorista. En Euskal Herria llevan años conculcándose los derechos democráticos de muchas personas, estuvieran o no directamente implicadas con la violencia. Pero casi nadie lo denunciaba. Está claro que los políticos españoles —incluyendo a los catalanes que votaron, por ejemplo, la ley de partidos que sirvió para ilegalizar a la izquierda abertzale— se comportaban como los políticos británicos o franceses cuando el ejército o la policía se cargaron los derechos humanos en Irlanda del Norte o en Argelia para combatir el terrorismo. Las denuncias del periodista e historiador Charles-André Julien de dichas arbitrariedades son muy antiguas. ¡Son de 1935!

La transición no acabó con el autoritarismo que había subyugado a los españoles durante cuatro décadas. El conflicto catalán de los último diez años lo ha subrayado. El año pasado alguien decía que la culminación de este despropósito represivo había sido el exilio o el encarcelamiento del Govern catalán y de los líderes de Òmnium y de la ANC. Ayer mismo constatamos otra vez que el deterioro de los indicadores de calidad democrática en España están por debajo de los mínimos. Cuando un Estado —acompañado a menudo por la prensa afín y el silencio cómplice de la intelectualidad— apuesta por la conjunción de engaño y represión para resolver un conflicto político, a fin de cuentas nadie podrá quejarse si el agraviado se rebela y decide convertir la protesta contra la injusticia y la violencia en una fuente de inestabilidad permanente. Estaría bien que lo tuvieran en cuenta los que se escandalizan por la senda autoritaria que ha tomado Donald Trump —los poscomunistas, digamos— y que aquí, por el contrario, acusan a los soberanistas de causar todos los males. En España, la intolerancia iliberal puede llegar a unir a personajes inesperados. Pequeños Orbans de derecha o de izquierda.